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C’est la vie

Juan Calero Rodríguez

Pongamos por ejemplo un argentino de mediana edad, con aspecto y acento del país donde siempre ha vivido con su familia, también argentina; defensor de su cultura e idiosincrasia y que sólo conserve en su documento de identidad el nombre del país natal, por accidente, que pueda delatarlo cuando lo presenta para algún trámite y el funcionario en cuestión se percate y exclame ‘ah, italiano’; cuando casi toda la población argentina tiene ascendentes y apellidos del país mediterráneo.

Ese detalle de identidad lo conservará anecdóticamente como la ligerísima marca de cicatriz en la piel, de aquella caída tan aspaventosa que tuvo cuando niño. Quién no quedó marcado con una brecha por la cual nos parecía se nos iba la vida, entre llantos y nervios.

La vida está formada por etapas, unas más pronunciadas entre otras menos significantes, en que la niñez ocupa su lugar preferente, no cabe duda, pero es sólo una etapa que conservamos (como aquella cicatriz de niños) en nuestra memoria, y se nos va diluyendo a medida que vamos incorporando nuevas vivencias.

Semejante sucede con nuestros jóvenes, cuando apuran sus últimos cursos en la enseñanza secundaria antes de cumplir los dieciocho y marcharse a estudiar fuera de la Isla. Les entusiasma descubrir nuevos caminos, experimentar su independencia y sexualidad al calor de la efervescencia juvenil.

Al principio vuelven atropelladamente alegres al calor familiar, repitiendo la obligada visita a abuelos, mientras se van destetando progresiva e irremediablemente. Luego, retornan abriendo cada vez más lagunas, al paso del imparable.

Este resumen lo comento en forma generalizada, a vista de pájaro, antes de decirles adiós a mediados de septiembre, a buena cantidad de ellos. Con suerte, algunos consiguen establecerse en la Isla con un puesto de trabajo, al término de sus estudios.

Ya conformada su vida en otras tierras, porque en esta no vislumbran las perspectivas de desarrollo que sus estudios requieren, abrevian sus visitas a la Isla en compartir la cena de Nochebuena y en la primera quincena de vacaciones mientras vivan sus padres, ya que al volver a casa de los viejos no hacen grandes gastos, coinciden con aquellos amigos en iguales circunstancias en compartir alguna cervecita y alguna cena y así pueden ahorrar alguna perrita para darse un salto a algún destino en los días siguientes.

Luego, cuando ya no estén los viejos y tengan otras obligaciones con los hijos crecidos que no guarden interés por la Isla para volver siempre al mismo circuito ya andado, se van distanciando y borrando la cicatriz, más o menos pronunciada, hasta que no queda más que una marca.

Sólo a algunos, los llaman a ser profetas en su tierra, hayan hecho mérito o no, cuando son invitados por el ayuntamiento de su municipio de nacimiento a leer el pregón de las fiestas de verano. Para ello llegan con toda la familia, hacen un gran revuelo durante tres días y al siguiente se marchan y raramente los volvemos a ver.

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