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Calle Baltasar Martín, más conocida por Los Molinos

Mauro Castro Rodríguez

La historia de Santa Cruz de La Palma ha quedado, en gran parte, escrita en sus calles, a las que los propios ciudadanos han puesto nombres que perpetúan el recuerdo de algo característico en ellas. Muchas de ellas deben su nombre a la existencia de alguna instalación , como ocurre con la Calle El Tanque, a la cual se le conoce por este nombre debido a la existencia de un gran tanque de agua para el regadío de plátanos, o como la calle sobre la  que hoy intento atraer la atención: Baltasar Martín, que hasta 1901 ostentaba el nombre de Calle Los Molinos, por albergar algunas de estas construcciones, y de las cuales quedan restos de ellas en alguno de los inmuebles de esta calle . Pero sobre todo, Santa Cruz de La Palma es una ciudad asociada con la historia de la piratería, pues es aquí donde se presentaron numerosos ataques por parte de los piratas provenientes de Europa, que encontraban en esta ciudad un lugar adecuado para saquear. Esto convirtió a Santa Cruz de La Palma  en una ciudad reforzada y protegida por castillos, fortalezas y cañones. La Palma recibía en el siglo XVI, tras Amberes y Sevilla, el privilegio del comercio con América, con lo que el puerto de Santa Cruz de La Palma se convertía así, en uno de los más importantes del imperio español. Pero es esto precisamente, unido a la producción de azúcar y los famosos caldos malvasía, lo que atrae a los piratas, que encuentran en la isla un gran comercio y los más diversos tesoros llegados de Indias.

Uno de estos ataques es el llevado a cabo el 18 de julio de 1553 por el pirata francés François Le Clerc, apodado Jambe de Bois, y conocido por los españoles como Pata de Palo. El pirata se presenta con sus naves por la parte Norte de la capital y por lo que hoy es el Barranco de Las Nieves, penetra en ella con unos setecientos hombres, los cuales roban sus tesoros, hacen prisioneros e incendian sus edificios. Estos sucesos llegan hasta los últimos rincones de la isla, y Baltasar Martín, un robusto pastor de singular planta, y ferviente creyente, natural de Juan Adalid, en la Villa de Garafía, sintiendo palpitar en su pecho el amor patrio, recluta hombres que armados de cuchillos y argollados, palos de almendro con forjadas conteras de hierro (arma muy eficaz en manos de nuestros campesinos), penetran en la capital por la Calle Los Molinos, y en compacta masa, cargan contra los enemigos causándoles numerosas bajas y obligándoles a reembarcar en sus naves. Tras su victoria, a Baltasar Martín sólo le quedaba dar a Dios gracias por haberle dado los suficientes alientos para acometer y vencer a los enemigos. Corrió con tal objeto hacia el Convento de La Concepción (San Francisco), pero por desgracia para nuestro valiente garafiano, un monje, al verlo llegar a la puerta y tomándolo por un francés, le arrojó desde lo alto del campanario un ladrillo, dándole en la cabeza y causándole la muerte en el acto. 

Los pueblos, honrando a ciertas individualidades, se honran a sí mismos, y 348 años después, el Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma decidía darle a la calle Los Molinos el nombre de nuestro héroe Baltasar Martín. Este gesto no pasó desapercibido para el pueblo de Garafía, y muestra de ello es la nota de gratitud que el día 2 de marzo de 1901, el Heraldo de La Palma publicaba en sus páginas: 

Garafía, 11 de febrero de 1901

Muy distinguido Sr. nuestro: Faltaríamos a los deberes que el patriotismo y la gratitud nos imponen, si dejáramos de aplaudir como palmeros, y agradecer como vecinos de Garafía, el acuerdo tomado por ese Excelentísimo Ayuntamiento de poner el nombre del invicto Baltasar Martín, hijo de este pueblo, a una de las calles de esa población; acuerdo justísimo que, al honrar la memoria del heroico garafiano que supo valientemente castigar la osadía de los piratas franceses que invadieron esa ciudad el 21 de julio de 1553, perpetúa a la par el recuerdo de tan memorable suceso, página gloriosa de la brillante historia de nuestra querida Palma. Sirvan pues, estas líneas de entusiasta felicitación al Excelentísimo Ayuntamiento por el acto de justicia que con ese acuerdo ha realizado

Más allá de la historia y grandeza que gira alrededor de su nombre, no se puede negar que esta mágica, angosta y desnivelada calle con sus antiguas casas parece transportarnos en el tiempo.  Es increíble cómo a veces somos completamente indiferentes a lo que nos rodea, a aquello que tenemos más cerca, y esto sucede cuando recorremos estas empedradas y estrechas calles, que no somos capaces de pararnos a ver más allá de una placa en una pared, una balconada o algún escudo, detalles que por cierto esta calle no posee. Sin embargo, sí posee algo que otras calles con estos motivos decorativos han perdido, y que no es otra cosa que esencia, esa esencia de lo familiar, lo cercano, lo humano. Paseando por esta calle, uno puede contemplar escenas que nos transportan a otra época, a esa época en que todo era más pausado, donde todos vivíamos como si fuésemos familia, y así, uno puede contemplar cómo unas señoras asomadas a sus ventanas charlan animadamente, una enfrente de la otra, o cómo un señor sentado en una silla a la entrada de su casa te saluda al pasar, aunque no te conozca. ¡Solo tengo que cambiar el escenario y los personajes para encontrarme en mi calle, en mi niñez, en mí Garafía!

Esta calle empedrada y con viviendas que se arrastran calle abajo en un río de luz y color, tiene su punto de partida en el vértice de la Calle Tabaiba y la Calle Antonio Rodríguez López (otro gran hombre al que la ciudad rinde culto), conocida también como Calle del Tanque, desembocando en la Avenida Marítima.

La calle, que parece permanecer inmutable al tiempo, con su empedrado que la hace llamativa, no nos deja de sorprender por lo que uno se encuentra y la Historia que emana de cada ladrillo y piedra. 

Su margen derecho, bajando, estaba ocupado por una gran finca de plátanos, donde un gran portón en su muro daba acceso a un estrecho camino que llevaba hasta el Hospital de Dolores, y el cual los niños de esta zona tomaban para ir a jugar a lo que llamaban el Parque de Las Monjas. En su lateral izquierdo, se encuentra el Convento de La Concepción, donde precisamente perdió la vida quién le da nombre a esta calle. El convento contaba con un huerto, hoy ocupado por el Colegio José Pérez Vidal, el cual estaba cercado por un muro que lo limitaba con esta calle, y del cual quedan restos aún en pie. Los frailes instalaron catorce cruces correspondientes a las estaciones del Vía Crucis, y que cada 3 de mayo son enramadas por los vecinos con flores o joyas. Precisamente es una de esas cruces la que le da vida a esta calle. Se la conoce como la Cruz de Doña Erundina, debido a que ha sido esta señora la encargada de su enrame durante décadas. La Cruz se encuentra en una pequeña plaza, lugar de reunión y encuentro de vecinos. Vecinos que recuerdan con los ojos aguados por la emoción, las tardes y noches en que Domingo González Hernández, conocido entrañablemente por todos como ‘Domingo Garufa’, les deleitaba con el sonido de su guitarra y sus relatos. Recordar, que Don Domingo González Hernández, conjuntamente con Don Emilio Cayetano Rodríguez Santiago, fueron quienes en 1948, fundan la Agrupación Folclórica  Coros y Danzas Nambroque, decana de los grupos de la isla, y una de las más importantes de Canarias por sus trabajos de investigación en las tradiciones. 

La Cruz presenta en su base las señales del fuego con el cual en los años de la Guerra Civil intentaron destruirla. Pero Óscar, un vecino de la calle, al igual que hiciera nuestro Baltasar Martín, al percatarse de las llamas corrió en su auxilio, apagando el fuego y transportándola a un lugar seguro, evitando así que acabara en cenizas. Curiosamente, en la Montaña de La Centinela, en el pago de Juan Adalid, en la Villa de Garafía, existe una cruz, que según la historia oral, está confeccionada a partir de los brazos de una gran cruz de tea que Baltasar Martín como creyente había construido y colocado sobre la montaña, y que un incendio destruyó.  

La Cruz de Erundina, como he dicho, es el alma de la calle, artífice de unión y vínculo de sus vecinos, los cuales haciendo gala de ese verdadero sentimiento de cariño a lo nuestro, a nuestra cultura y tradiciones, siguen conservando el verdadero espíritu de la tradición del enrame de Las Cruces, y sin renunciar al modernismo, siguen manteniendo vivo el recuerdo de Doña Erundina, y al igual que ella hiciera en décadas pasadas, mientras cada vez más, los ‘mayos’ van desplazando a La Cruz, aquí, su Cruz se sigue haciendo como antaño: telas de Damasco de color oscuro como fondo para que la cruz, vestida de blanco y decorada con flores, sea  la verdadera protagonista. 

Como garafiano, esta es mi calle, camino que me transporta al pasado, y me lleva cada día a la vida, a la realidad. Calle con niños jugando sin juguetes, calle en la que una puerta de tea y varias capas de pintura nos habla de miles de historias, calle de ventanas donde los visillos se mueven imperceptibles y unos ojos curiosos nos observan, o calle que por ranuras adivinas patios y macetas con flores, calle de vecinos que saben quién viene o quien va. Caminar por ella es una experiencia inolvidable, avanzar escuchando solo el sonido de tus pasos en el empedrado, solo roto por el tañer de las campanas de San Francisco. Éxtasis es hacerlo cuando llueve y llega la noche, y uno observa como la luz de las farolas se refleja en su empedrado, y contempla la inmensidad de la calle al quedarse desierta. Quizás a partir de hoy, las prisas, síntoma de esta época, nos permita ver algo en esta hermosa calle, que hasta ayer permanecía ajeno a nuestra vista. Yo, gracias a sus vecinos, sus relatos y sus recuerdos, ya lo he hecho…¡Gracias!

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