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Espacio de opinión de La Palma Ahora

El bolígrafo verde

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos:

En el año 67 los universitarios franceses plantaron cara a De Gaulle, llevaron al país a una huelga general y a la dimisión del ex general, concluyendo en una de las revueltas más festivas de la historia, la de Mayo del 68, la del lema: ‘La imaginación al poder’. Aquel aire fresco llegó a la universidad española, fue la época en la que apartaron de las cátedras a Agustín García Calvo, Enrique Tierno Galván y José Luis López Aranguren.

Desde que me acerqué a los libros, prohibidos, que me pusieron al tanto de estas dos experiencias, la una en París, y la otra en Madrid, sentí total empatía por ellas, como la siento por el Evangelio, Sidharta, El Viaje a Ixtián de Carlos Castañeda, Bakunin, el Principe Kropotkin, el buen cava, el buen vino, la buena comida y el Tantra Yoga. En el año 67 murió mi abuelo, en mayo precisamente, entre delirios de dolor en los que clamaba por su madre. No hubo ningún amigo de la profesión que viniese a pincharle un poco de morfina para aliviarle aquellos grandes dolores.

Poco antes de estar convaleciente, mi abuelo tuvo que ir a Madrid, al tribunal de la Masonería. De allí trajo en el bolsillo de su americana un bolígrafo verde, que una vez llegado a La Palma, lo guardó en su mesa de noche, la mesa de noche que luego fue mi mesa de noche, y que yo tengo en la sala de catas de Las Cosas Buenas de Miguel, con un Buda, la diosa Shiva y la lamparilla de la mesa de noche de mi madre, que casi siempre suelo tener encendida, porque en la pared tengo varias fotos de ella.

Aquel año 67 -yo iba a cumplir 12 años en agosto- fue el peor de mi vida, tan temprano, sí, no por la muerte de mi abuelo, que lo quería mucho, el ocupó el lugar de mi padre, y siempre me sentí querido por él. Lo fue por cosas que os iré comentado muy poco a poco, pues fueron muchas las que lo hicieron acreedor de ese título. Estaba en segundo de bachiller, y una mañana, sin pensarlo, me da por pasar por el cuarto de mi abuelo, abrir la mesa de noche, coger el bolígrafo verde, ponerlo en la maleta y salir para el Instituto. Aquel curso era Segundo A, recuerdo que los bancos eran de cuatro alumnos, no de dos, como en casi todas las aulas. Desde el aula, se veía la azotea, que tenía una estación meteorológica de la que don Pedro Díaz, uno de los bedeles, tomaba datos. En una de las clases pedí permiso para ir al baño, y cuando llegué de nuevo al pupitre y me senté, no estaba el bolígrafo verde en donde lo había dejado, los compañeros se lo estaban pasando para jugar con él.

En aquella época, puro nacional catolicismo -no sé si en esta ocurrirán cosas parecidas- un día a la semana venía el Director Espiritual (¡Que contradicción, el espíritu no necesita de un director!) al aula un día a la semana. Irrumpía, el profesor que estaba dando clase se iba, y él, nos hablaba de sexología. ¿Sexología en aquella época, Miguel?, tu estás bromeando con nosotros, me diréis. Sí, nos hablaba de sexología, nos decía que los órganos sexuales no se debían de tocar, ni mirar, tanto cuando estuviésemos duchándonos como orinando, que la masturbación podría traer enfermedades, o quedarte ciego, y que cualquier contacto sexual era pecado. Cuando se acababa la charla, llamaba a uno de nosotros con él, aparte, y nos inquiría siempre la misma pregunta: “¿Tú te masturbas, fulanito?”. Tuvimos la mejor educación sexual del mundo.

El día siguiente al que llevé de paseo a clase al bolígrafo verde, apareció, sin esperarlo, siempre tenía un día señalado para ello, el Director Espiritual. El mismo ritual, tocar la puerta, salir el profesor, sentarse él en el lugar del profesor, y empezar a hablar: “Me ha llamado, ayer tarde, una madre escandalizada, porque el pecado, el demonio, vino a visitar este aula ayer por la mañana. La persona de la que estoy hablando, ese pecador, que se levante, o lo levanto yo”. Me levanté casi automáticamente, aunque no me creía mucho eso de ser el demonio, traer el pecado y ser un pecador. Me lleva al Jefe de Estudios y al Director, me piden el bolígrafo verde, que ese día no había usado, lo dejé reposar en la maleta, y me comunican que estoy expulsado del Instituto. Regreso a mi casa, le digo a la pobre de mi madre lo que pasó, ella va a hablar al Instituto ¡Las lágrimas que tuvo que echar! Y me rebajan la pena a siete días y una hora de clase.

¿Y todo esto por un bolígrafo verde?, me preguntaréis. En aquella época, por un bolígrafo rojo si te hubiese podido ocurrir, pero por uno verde no. Os voy a contar ahora la verdadera y jamás contada historia del bolígrafo verde. El bolígrafo verde tenía la foto de una señorita en bañador, encima de un columpio, si tú lo girabas, desaparecía el bañador, y se le veían los senos. Así empezó a escribirse mi leyenda de proscrito durante aquel año 67, el mismo en que empezaron a soplar vientos de libertad en París y Madrid, pero de los que tan lejos estábamos. Por ello, tengo esa fijación con el espíritu revolucionario de mediados y finales de los sesenta. ¡La oscuridad busca a la luz!

El bolígrafo se lo quedó el cura; de él, del cura, os seguiré hablando en este serial, pues tenía que absolverlo de su pecado, de haber sido instrumento del pecado mío, por el que estuve a punto de irme a las llamas en la eternidad. Muchos años después, ya era un hombre de veintiocho años, después de agotar todas las prorrogas, tuve que elegir entre hacer la mili o irme a un castillo, elegí la mili. Mi primer destino después del CIR en Colmenar Viejo, fue un ‘batallón de castigo’ en una ciudad extremeña, allí, en la tercera compañía, que estaba en el tercer piso, había una ventana que nunca se abría, una vez me dijeron cuál era el secreto. Allí, en aquel batallón, los soldados se suicidaban con cierta frecuencia, y a uno de estos chicos que se suicidaron se le ocurrió hacerlo tirándose de esa ventana. Desde ese día, el coronel arrestó a la ventana, y como habían ocurrido muchos suicidios, varios sitios de aquel cuartel estaban arrestados.

Absolución de vehículos del pecado, como el bolígrafo verde, arrestos de lugares en donde los pobres soldados desesperados se suicidaban, como la ventana. ¿No es esto una pobre locura? ¡Con la alegría que da una locura sana! ¡Qué país! Como decía Forges. ¡Y Manolo Escobar buscando un carro que le habían robado!  

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior

Las Cosas Buenas de Miguel

 

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