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Espacio de opinión de La Palma Ahora

El bucio

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos míos:

Cuando se iba la luz en la casa, me iba a esconder al cuarto más oscuro, el recibidor, en el que había un bucio. La fuga de la luz unas veces era un problema muy fácil de solucionar, ibas con una vela al cajetín de los plomos, mirabas si estos habían saltado, y si era así ¡unos alambres de cobre, o unos plomos nuevos, y listo! Si no, el problema era de Riegos y Fuerzas, ante el que te tenías que armar de mucha paciencia. A mí me gustaba en esos momentos de oscuridad estar más a oscuras aún. Me acostaba boca abajo en el sofá largo del recibidor, y luego me llevaba el bucio al oído.

Se dio una relación muy buena entre el bucio y yo. El bucio me contaba historias, y esto ocurría más cuanto mayor oscuridad había. Sus historias siempre surgían de la oscuridad, de la más negra y profunda oscuridad. Nuestra relación llegó a permitirme hacerle preguntas, que él me contestaba. Cosas que yo quería ir sabiendo, él me las iba respondiendo. Mi educación sexual, por ejemplo, me la dio él. Nuestra relación llegó a ser muy íntima, llegué no solo a escuchar, si no a ver todo lo que quería saber, porque los bucios se escuchan con los ojos cerrados, y si los sabes cerrar bien, puedes ver. Llegué a ver escenas de mi vida que estaban por venir, y que cuando las viví luego, ya no me sorprendieron tanto. Cuando nos mudamos de casa, el bucio se perdió, perdí aquel amigo mágico, perdí una de mis infancias.

Entre el año 82 y 84 viví en Tazacorte, me nacionalicé bagañete. Allí conocí a mi amigo Ginés. En el momento de verlo y escucharlo, sentí que yo ya lo conocía. Era una sensación como cuando después de mucho tiempo vuelves a ver una película por segunda vez. Es algo que me ha venido ocurriendo con mucha frecuencia.

Ginés era un caballero bagañete de porte argentino. Podía dar el pego a cualquiera con su hablar arrabalero, lunfardo, contando cosas de las calles de Buenos Aires, de la vida de Gardel, o cantando tangos. Cantando tangos nadie le podía frenar, cualquier tango que le pidieses, él lo cantaba; no solo lo cantaba, lo interpretaba y bailaba ¡y todo eso lo aprendió en las películas! El era proyeccionista, operador, en el cine de Tazacorte. A mí se me parecía mucho a Alfredo, el personaje de Cinema Paraíso. Como Alfredo pasó muchas pericias para que las imágenes del celuloide se fijasen a la pantalla; una vez, tuvo que salir él al escenario a contar él final de una película, porque ante la imposibilidad técnica de seguirla proyectando (¡ay aquellos viejos proyectores de barras de carbón!), el público no se quería ir del cine sin saber el final de ella, y salvó la situación de esa manera. El público se quedó contento con la narración que Ginés les hizo, y se fueron contentos a su casa a dormir. Otra vez, tuvo que parar varias veces la proyección de una película porque la gente no paraba de reír por una escena del principio. Los dos protagonistas masculinos se citan a matar por el amor de una mujer, ‘La Castañuela’; cuando estaban en el duelo, entra en escena ella gritando: “Juan, Juan, ocurra lo que ocurra, La Castañuela solo es para ti”. El público rió y rió con la escena, de tal manera que Ginés tuvo que parar la proyección varias veces. Me hizo la siguiente observación cuando me comentaba esta anécdota: “Miguel, ¿no podían haberle puesto a esta mujer otro nombre? Todos sabemos lo que es la castañuela ¡así la gente no paraba de reír!”.

Tenía un cuarto de la música en lo alto de su casa, como si fuera un palomar, su estudio, en donde albergaba la más completa colección de discos de pizarra, vinilo, y cassettes que yo haya visto sobre tangos y música sudamericana. En él se las ingeniaba para con muy pocos medios, ponerle su voz cantando a discos y canciones, grababa en cassettes y luego los regalaba a sus amigos; soy uno de aquellos afortunados amigos. Un día lo animé -era fácil de animar- a venir a casa de Luis Cobiella, en La Dehesa, porque Luis quería conocerle y tocar al piano para él. Tengo tres horas grabadas en cassette de aquella tarde. Luis se animó tanto aquella tarde noche que nos cantó el tango del tuberculoso.

Era un buen narrador, como os dije hace un momento, me comentó muchas estampas de su vida y de Tazacorte. Voy a contaros dos más.

Una: A Tazacorte llegó una compañía de teatro a poner en escena, en el local del cine, la obra ‘El cabo de una vela’. La compañía hizo su propaganda, y dos horas antes de la función se abrió la taquilla, se vendieron todas las entradas. La función empezó puntualmente. Se corrió el telón y se ven en el escenario totalmente oscuro, dos sillas, una mesa, y sobre la mesa una palmatoria con el cabo de una vela encendido. Pasaba el tiempo, la vela se iba consumiendo, no aparecía ningún actor, y la gente empezaba a impacientarse. En estas, llega un chico que venía corriendo desde las plataneras que estaban alrededor del cine, donde estaba jugando, que les dijo a los espectadores: “¿Ustedes están esperando por los del teatro? Se fueron corriendo ya hace rato”. Ginés me comentó: “¡Claro, esa era la obra de teatro, el cabo de una vela quemándose!”.Cuando le escuche a Ginés esta historia, no pensé en otra cosa que en el teatro del absurdo, o el dadaísta de Tristan Tzara ¡Tazacorte siempre fue una nación de avanzadilla, de vanguardia!

Dos: Tazacorte fue uno de los primeros pueblos por donde entró la luz eléctrica en La Palma. La gente estaba intrigada por ver que era aquello de la luz. Se hicieron los trabajos pertinentes, y la primera prueba la hicieron a las doce del mediodía. Se congregó el pueblo para ver la luz, y la luz se hizo. Hubo quien con desánimo dijo: “¿Esa es la luz? ¡Pues si se sigue viendo igual!”. Ginés me siguió comentando que se hizo otra prueba al oscurecer, y que la misma persona que había hecho el comentario anterior´, dijo esta vez: “¡Esto sí es la luz! ¡Ahora si se ve más”! Creo, como este ciudadano de Tazacorte, el de los comentarios sobre la luz, que La Luz solo se ve en la oscuridad, y cuanto más oscuridad mejor, como le ocurría al bucio mío, que solo me hablaba, o me hacía ver cosas, cuando estábamos lo más a oscuras posible, y yo con los ojos bien cerrados. Hay órdenes filosóficas esotéricas que dicen que La Luz más clara es la negra, con la que se ve todo clarito, como con el ojo de vidrio que nos narraba Pepe Monagas en sus cuentos ¡Pero esto vamos a dejarlo para otro día, que ya estoy viendo el palo de mi maestra de la brevedad, mi maestra zen, Esther R. Medina, cerca de mí lomo!

Estuve algunos años sin ver a Ginés. No recuerdo dónde fue que me lo encontré la última vez. Lo saludé, y me preguntó, desconcertado, que quién era yo. Le dije que Miguel. “¿Qué Miguel?”. Le seguí diciendo quién era yo, no se acordaba de nada de lo que le hablaba. Me despedí de él con el mismo cariño que si se hubiese acordado de mí, y al darle la espalda me corrieron unas lagrimitas por las mejillas. ¿Qué será peor, la muerte o el olvido? De esto no me dijiste nada, bucio mío, tú querías, como el padre de Sidharta, que yo nunca llorase, que no conociera el dolor y el sufrimiento, y aquí me tienes, unas veces llorando, otras doliendo, otras sufriendo, y la mayoría de las veces, riendo y vacilando, como tú más me querías ver, mi bucio. Gracias.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior

Las Cosas Buenas de Miguel   

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