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Espacio de opinión de La Palma Ahora

'El sonámbulo'

Miguel Jiménez Amaro

El matrimonio de mi amigo Gregorio podía ser considerado un matrimonio feliz, podía no, lo era, hasta que llegó a su casa la televisión que un día al matrimonio le salió en una tómbola. Cuando vieron, entre risas, que el número que tenían en sus manos coincidía con el número del ansiado, por tantos, televisor -había muy pocos en Santa Cruz de La Palma- no pensaron nunca lo que aquel artilugio les iba a deparar.

En aquel tiempo eran muy pocas las casas en las que se había colado aquel ingenio. Si en una calle había una casa que tuviera uno, los vecinos iban todos los días a acariciarlo con sus miradas.

El matrimonio no había tenido un problema nunca, ni siquiera una discusión. Al matrimonio le gustaba hacer el amor al acostarse y al amanecer. Cuando entró el invento por sus casas, no contaron con que detrás de él, entraría una larga cola de vecinos que les iban a robar aquellos dos momentos tan sagrados, por igual, para ellos dos.

Cuando acababan de cenar, no podían, como de costumbre, desde que se casaron, ir a acostarse. Tenían que ir al cuarto de la tele, porque los vecinos estaban allí; tampoco se podían ir a acostar y dejarlos a ellos solos. Los vecinos, que venían a la casa desde que ponían la carta de ajuste, esperaban al cierre de la emisión para regresar a sus domicilios.

Las primeras semanas se mantenían los dos delante de aquel cuerpo quieto, pero animado. Al llegar a la cama, solo estaban para darse la vuelta. Por la mañana estaban agotados. ¡Si no tenían fuerza para levantarse cómo la iban a tener para quererse! Así pasaron las semanas hasta que se olvidaron de lo felices que habían sido hasta la llegada de lo que iba a ser un monstruo que se había alojado en su casa y que iba poco a poco comiéndose sus vidas.

Una noche él tuvo una polución. Cuando despertó con el pijama mojado, lloró, y se preguntó: “¿Pero a quién he dejado yo entrar a mi casa, a mi matrimonio?”. Habló con ella a la mañana siguiente, le enseño el pijama mojado y le dijo que aquella golosina no debiera de estar en el pijama, y le recordó lo feliz que había sido su vida de pareja hasta la llegada del alienígena. Él le comentó a ella que desde ese mismo día se iba a ir a acostar a la hora de costumbre, y que ella le dijese a los vecinos, cuando él estuviese en el dormitorio, que se iba a acostar detrás de él. Pasó como un mes, y ella no se atrevía a decírselo a sus amigas, dos hermanas que eran las únicas que no se les largaban a una hora prudente. Volvió a tener otra polución nocturna Gregorio, y tuvo la misma conversación por la mañana con su mujer, enseñándole otra vez el pantalón del pijama. Le dijo: “Si no hablas tú con tus amigas, lo voy a hacer yo”.

Pasó una semana y Eudiviges aun no se había atrevido a hablar con sus amigas del tema, de que, por favor, después de que ellos cenasen, se fueran a sus casas. Justo al paso de esa semana, acabó por hacerlo Gregorio. La casa tenía un largo pasillo central en el que a cada lado estaban las distintas habitaciones, el cuarto de la televisión se encontraba a la altura del centro del pasillo, y el dormitorio del matrimonio, al final. Había transcurrido como una hora desde que Gregorio se había ido a acostar. Eudiviges y las amigas se quedaron viendo una de las entregas de una serie de éxito en aquel tiempo, cuando se escucha que se abre la puerta del dormitorio y los pasos de Gregorio. Gregorio caminaba desnudo desde su cuarto hasta la puerta de entrada de la casa, desde la puerta de entrada dio la vuelta hasta el dormitorio, y volvió a dar la vuelta en sentido contrario. Eudiviges les comentó a sus amigas que Gregorio era sonámbulo. Ellas no esperaron a que llegase Gregorio otra vez a la altura del cuarto de la tele para salir corriendo a la puerta de la calle y largarse de la casa. Cuando la puerta dio el estampido al cerrarse, Gregorio se dejó de hacer el sonámbulo, se miraron él y su mujer, y se echaron a reír comtemplándose los ojos. Ella le dijo: “Estás como una cabra, Gregorio”. “Yo te dije que si no les hablabas tú, lo haría yo”, le respondió él. Apagaron el televisor, se tomaron una botella de sidra, que tenían en la nevera desde el día en que se casaron, se fueron a la cama, y no durmieron aquella noche. La pareja volvió a coger brío, volvió a desprender luz, y el televisor solo lo encendieron para ver los dos últimos capítulos de aquella serie de moda.

La serie en cuestión era ‘El Fugitivo’, protagonizada por David Jensen que encarnaba el papel del doctor Richard Kimble, un médico al que le asesina la mujer ‘El Manco’, pero que un policía, el teniente Gerard, se empeña en que ha sido él. Cuando ‘El Fugitivo’ es llevado en tren a prisión, escapa. La serie es una doble persecución, o una persecución a tres o triángulo. El Fugitivo buscando a El Manco, y el teniente Gerard a El Fugitivo.

Cuando retrasmitieron el último capítulo, en La Palma se fue la luz, la de Riegos y Fuerza, y no se pudo ver. La Isla se vertebró para que lo repitiesen, y no se daba respuesta a ello. Se decía que si el apagón hubieses ocurrido en Tenerife, ya lo habrían repuesto. Se llegó, incluso, a amenazar con una manifestación como cuando le robaron la corona a Acidalia, aquella Miss de Los Sauces. Repusieron el final de la serie, y Gregorio y Eudiviges lo vieron, sin las amigas.

Aquellas hermanas pidieron todo tipo de plagas al matrimonio, pero no cundían efecto; el matrimonio repartía felicidad, es más, aumentaba en ella. Como la felicidad busca más felicidad, encontraron un rato más, después de comer, para hacer el amor; a ese rato, lo llamaron ‘el cortito’.

Las hermanas, viendo que sus plagas no hacían efecto, se pusieron a la búsqueda de quién podría hacer un trabajo para romper aquella felicidad, y lo encontraron. Empezó el matrimonio a encender la televisión otra vez. Los primeros días se iban a la cama juntos, después uno se quedaba y el otro no; mas tarde, cada uno tenía un cuarto y un televisor en cada uno. Gregorio empezó a palidecer y a bajar de peso. Se puso en manos de médicos, y no se sabe cuántas pastillas tomaba al día. Estuvo así como casi tres años, con la proa para el marisco.

Una noche, después de salir de la consulta del médico, Gregorio llega a su casa mas entristecido que nunca. Se sienta a hablar con Eudiviges, le dice que venía del médico, que le había dicho que de esta noche no iba a pasar. “A mí, Eu, -la solía llamar así también, cuando había alegría en la casa- lo más que me ha gustado en esta vida es hacer el amor contigo, aunque llevemos años sin hacerlo, y sin saber porqué nos ha ocurrido esto; me gustaría morir en la cama contigo, en la tuya o en la mía, me da igual, pero haciendo el amor”. Eudiviges, atrapada en la tela de araña de aquel trabajo encargado por sus amigas, las hermanas, a un santero, no se acordaba de que en un tiempo fue feliz, y mucho, con Gregorio, y le contesta: “Tú, como siempre, igual de fresco, solo pensando en ti; claro, como tú no tienes que trabajar mañana”. Gregorio se fue a su habitación llorando, sabiendo que se iba a dormir para siempre aquella noche.

Eudiviges se levantó a la mañana siguiente fiel a la primera campanada del despertador y se fue a trabajar, sin ni siquiera mirar si Gregorio estaba vivo o no. A media mañana, la llama de su casa a la oficina la mujer que les venía a arreglar la vivienda, diciéndole que Gregorio estaba muerto en la cama. Ella le contesta que llame a la funeraria ya, a ver si todo podía estar arreglado para cuando ella saliese del trabajo y acostarse pronto aquella noche para al día siguiente llegar al trabajo temprano.

Salió del trabajo a la misma hora de siempre, y fue caminando hasta su casa al mismo paso de siempre, sin pasársele por la cabeza que se iba a encontrar a Gregorio muerto dentro de un ataúd. Cuando estuvo en frente de él, les dijo a las personas que estaban en la habitación que la dejasen un rato a solas con él. Cuando estuvo a solas, desnudó a Gregorio, que estaba con el mismo pijama con el que había muerto, se desnudó ella, se puso en posición de amarlo, como tantas veces, y con la navaja barbera de él, se cortó el cuello, diciendo para sí misma: “Me voy contigo, Gregorio”. Dejó un papel escrito al lado de los tranquimazín que ya no iba a necesitar, en donde ponía que los enterrasen juntos, en el mismo cajón, tal como estaban, sin moverlos, en la tierra y en el cementerio civil (¡A ver Anselmo y Sergio, habéis ganado las elecciones, a ver cuándo se os ve el detalle que precisa la tumba de Bruno Brandt, amigos!).

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior

Las Cosas Buenas de Miguel                  

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