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Giulietta Massina al habla

Miguel Jiménez Amaro

Al Constantine despedirse, en el Kiosco de Garrafón, de El Inductor y El Asesino, se dirigió a Las Cosas Buenas de Miguel, pero, El Inductor y El Asesino lo hicieron caminando a la casa de Helena, que los estaba esperando en la bañera con un pijama de rayas, como los de los campos de concentración nazi, para que la mataran ya de una vez. En el piso del cuarto de baño estaban los dos sacos de polvo para matar a las cucarachas que había comprado su medianero en La Casa de las Semillas, junto a dos cucharas soperas y dos cholas. Helena estaba desesperada por matarse, pero no tenía valor para ello. Ella misma se hizo pasar por un agente del Mosad, contactó gracias a sus compañeros del partido nazi con El Inductor, y le hizo el encargo de que matase a La Alemana de La Cuesta, poniendo él el precio que quisiera. Helena pagó su propio asesinato en lingotes de oro del tesoro hitleriano. El Inductor, al llegar a La Palma, escuchó hablar del sadismo de El Asesino, un bamballo que en la Playa del Tunel le quemaba con cigarrillos los pechos a su novia, Maren, amiga de El Ángel Pelirrojo, y negoció con él, porque tenía chance con mujeres sadomasoquistas.

Para llegar al lugar del crimen solo les faltaban unos metros, se encontraban en la verja de la casa de Helena. Entraron en la casa, lo que hicieron sin forzar cerradura, o romper puertas y ventanas, pues Helena le había dado una llave al Asesino para que lo tuviera todo mas fácil. Desde la entrada de la casa sintieron el mismo olor que en La Casa de Las Semillas, olor a orín. Este olor los llevó al cuarto de baño donde Helena, mareada, por los olores y las tres botellas de Licor Cacao Pico que se había hincado, repetía, háganlo ya de una vez. Lo hicieron tal como decía el tendero que había que hacerlo, al pie de su letra. Helena descansó muriendo con aquel mismo pijama a rayas que había llevado su novio palmero y miembro de La Resistencia a la muerte gaseada nazi; y ellos, El Inductor y El Asesino, descansaron también matándola.

En Las Cosas Buenas de Miguel todo eran halagos a la sopa de cebolla que les había preparado Miguel, que tuvo que volver a contar cómo le fue transmitida oralmente la receta por su amigo Ángel, cómo fue su iniciación en el mundo sopero cebollesco. Eso sí, solo lo que se puede contar de una iniciación. Sonó el teléfono. Giulietta Masina, la mujer de Fellini, lo había llamado al Hotel Patria, le dijeron en donde estaba y le dieron el número de teléfono. Cogió el teléfono Ninnette. Giulietta no hablaba español. Ninnette no tuvo inconveniente en hablar en su perfecto italiano. Le pasó el teléfono a Fellini. Giullieta lo puso al tanto de que tenía que regresar a Roma porque contra pronóstico se había adelantado el rodaje de su próxima película en la que también trabajaba ella.

Fellini se volvió a sentar en la mesa. Les comunicó a los cofrades que tenía que coger un avión ese mismo día, probablemente el último de La Palma a Tenerife, para de madrugada salir a Roma y llegar por la mañana. Los invitó a comer y seguir bebiendo Cava Integral Brut Nature de Llopart en El Patria. Se sintió más alegre que un proyector de cine. Sonriendo, hablaba de que había cargado con una cruz durante toda su vida, la llena de dicha cruz de malta de los antiguos proyectores, e hizo las siguientes preguntas: “¿Cual es la verdadera película?. -Lo hizo con la misma entonación que cuando se preguntaba cuál era el verdadero Dios-. ¿La que se rueda?. ¿La que se escribe? ¿La que queda presa en el celuloide? ¿La que se agarra a la pantalla? ¿La que habla la gente?” De toda aquella constelación de cineastas nadie se atrevió a responder, fueron Ninnette y Lissete las que libremente, sin pensarlo, dijeron: “Todas ellas, pero sobre todo la que se te queda proyectada en el alma, y se guarda allí toda tu vida, lejos del tiempo, de la erosión, del olvido”.

Fellini quiso darse el último baño en la playa del muelle. Al pasar por debajo de la casa de la Telefónica, en donde estaba la escuela de Don Régulo, subió las escaleras de madera crujiente y le pidió a Aralda que le pusiese una conferencia con Roma, quería darle a Giulieta los datos de su vuelo.

En la playa del muelle nadó hasta el boyón en donde recordó todas las secuencias de la escena con Maguisa y La Mistola, e hizo un barrido de todas las personas conocidas en Santa Cruz que podrían haber sido actores. Este barrido acabó en un fundido en negro cuando se tiró de cabeza al mar y margulló una docena de metros. Al salir de la playa paró a limpiarse la cara de salitre en el chorrito del muelle.

Pasó por El Quitapenas, vio cómo Gunther, Constantine y Miguel, que hablaban sobre el Sanedrín mientras tomaban Cava Integral Brut Nature de Llopart, en el mismo rincón de la barra donde Constantine detuvo al asesino del Plus Ultra, lo invitaron a estar con ellos. Un niño, que venía despistado por la acera, en dirección al Club Náutico, tropezó con Fellini. Constantine les dijo a Gunther y Miguel que ese niño, de mayor, sería el Sanedrín de ellos dos. Gunther invitó a otra botella de Integral de Llopart. Constantine exhaló un Aguila Blanca, tomó un trago y dijo: “Han matado a Helena esta mañana, me huele a polvos para las cucarachas, me huele a orín”. Luego le recordó a Gunther que esa noche, cuando estuviera con Manolo, en el mismo sitio que estaban ahora mismo, lo vendrían a detener por el asesinato de Helena, pues su amigo El Eunuco, para curarse de su resentimiento, diría al descubrirse el crimen que había sido Gunther. Le dijo que no se preocupase, que dormiría solo una noche en la cárcel, y que a Manolo lo iban a dejar quedarse con él en la misma celda acompañándolo.

Fellini apuró brindando la copa de Integral, les dijo que se tenía que ir a hacer la maleta, y les recordó que estuviesen a la hora de comer en El Patria.

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