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El asombro de Mariano (o la curiosa historia del rescate del Cochino Negro)

Juan Capote

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Tengo la desgracia de haber perdido a varios de mis mejores amigos de la época de estudiantil. Al contrario que Juani, Ángel o Agustín, Mariano al menos llegó a la cincuentena, tras convivir varios años con una prótesis de esófago. Habíamos estudiado juntos la carrera de Veterinaria pero fue justo después de acabar, en el año 1981, cuando nos convertimos en grandes colegas. Su expediente le permitió convertirse en profesor asociado en la Facultad, mientras que yo por la mañana hacía la mili y por las tardes estaba becado en un laboratorio de otro departamento. Tenía previsto acabar el servicio militar, en el que mantuve gloriosamente mi categoría de soldado de segunda, un quince de Diciembre y le propuse a Mariano que viniera de vacaciones prenavideñas a La Palma esa semana. Contrariado me contestó, entre una serie de adjetivos no precisamente cariñosos, que su catedrático se negaría en rotundo, a pesar de que en esas fechas la actividad en el departamento decrecería notablemente y de que su tesis sobre el Cerdo Ibérico estaba muy lejos del momento en que te absorbe por completo. Cuando me nombró esto último me vino una malévola inspiración “En La Palma tenemos un cochino negro” le dije. “Yo creo que es un Ibérico pero tú le dices a tu jefe que puede ser una línea distinta dentro de la raza”.

Tres semanas después llegamos a La Palma y, tras algunos días festejando mi licenciatura, nos acordamos de que teníamos una cuestión pendiente. Con la ayuda de nuestro colega Javier Díaz Abreu, que a la sazón era estudiante de la carrera, nos fuimos a buscar a algún cochino para que Mariano pudiera hacerse una foto y tuviera algo que contar al catedrático. Recuerdo que visitamos a un agricultor de San Isidro del que sabíamos que tenía un cerdo negro de dos años, listo para matar y otro de meses cebándose para el siguiente otoño. Para mí, que los había visto desde niño en el barranco de Santa Cruz de La Palma, aquel cochino me parecía de lo más normal pero, cuando me volví hacia Mariano, observé que estaba inmóvil mientras su mirada, a menudo melancólica, permanecía clavada en la jeta del cerdo. “Ostras Juan, esto yo no lo había visto nunca. Ni en vivo ni en los libros. Parece un cerdo chino”, me dijo sin mover los ojos más allá de la anatomía del animal. En aquel momento no lo supimos, pero estábamos llegando justo a tiempo.

Pocos meses después y tras realizarse una serie de estudios, más o menos elementales, Mariano preparó una comunicación a un congreso internacional, elaboramos un pequeño libro y el Cabildo adquirió un verraco para su finca de Garafía. Detrás de la compra y de la publicación estaba, como no, Antonio Manuel Díaz Rodríguez quien, con su habitual entusiasmo, acogió gustosamente la idea de la conservación de este genotipo.

Por aquellas fechas se encontraba en la isla Miguel Ángel García Dori, ingeniero, científico y pionero del ecologismo. Entre su currículum se encontraba el mérito de haberle estropeado una cacería de urogallos a Manuel Fraga, en la época de Franco, disparando voladores en el bosque antes de la hora en que estas aves se delatan con su canto. Ese brillante investigador, que también falleció a una edad similar a la de Mariano, se encontraba en la isla recabando información para descargarla en un primitivo y novedoso programa informático, que permitía procesarla para ser usada en una plan de ordenación territorial encargado por Rafael Daranas, un innovador y competente consejero del Cabildo en aquello momentos.

Tuve la suerte de incorporarme a ese proyecto que cuadriculaba la isla en espacios de cien hectáreas. Mi tarea consistía en recabar la información sobre vertebrados, silvestres y de raza autóctonas, de cada cuadricula. Cuando acabé pude comprobar que en la isla solo existían veinte cerdas y dos verracos. La aparición de las cerdas blancas más precoces y más magras llevó al cochino autóctono al borde de la extinción en poco más de quince años. ¿Qué hubiera pasado si dos jóvenes veterinarios no decidieran irse de fiesta a la Isla Bonita? Yo siempre he pensado que unas dosis de juerga de vez en cuando son saludables, pero nunca se me pasó por la cabeza que pudieran tener un efecto positivo sobre el patrimonio genético.

Por suerte, el hecho de que los últimos ejemplares de esta raza se hubieran quedado relegados a La Palma no nos llevó al ombliguismo de denominar a la raza como Cerdo Negro Palmero, lo que supuso que cuatro cabildos más, en diferentes momentos, se implicaran en la recuperación. Hoy hay más de quinientas reproductoras censadas, existe una asociación de criadores para su protección, su carne se vende al público regularmente en una gran superficie con sede en las capitales de provincia, varios restaurantes lo tienen como una de sus especialidades y acaba de ganar, en un concurso nacional, una tapa elaborada con la carne de cochino negro. Además se han realizado diversas investigaciones sobre esta raza, entre otras las que han demostrado que esta población porcina es de gran interés por sus características genéticas, que la vinculan a cerdos asiáticos e ibéricos.

En el salón de mi casa hay una foto de Mariano. Está sentado sobre la hierba, junto a dos cerdos ibéricos que hozan a sus pies. Se cubre la cabeza con un sombrero de paja y en sus manos tiene una vara. Lo puedo imaginar hablándole a los animales con su voz cálida y rota por la enfermedad. Uno de sus hijos, cuyos andares denotan su origen genético, me dijo, antes del fallecimiento de su padre, que de mayor quería ser veterinario. Guardo desde entonces, en mi despacho, un enorme colmillo de cochino negro para regalárselo cuando acabe la carrera.

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