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Oraciones gramaticales simples

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos míos:

Oscuras eran las iglesias, oscuras eran las aulas, que eran los dos ejes principales de tu vida a los once años. Apenas tengo recuerdos alegres de lo que fueron unas y otras en aquel año de apaga y vámonos; oscura, muy oscura era la vida. Apenas tenía ilusiones, la muerte de mi abuelo lleno de dolores, una expulsión del Instituto (El Bolígrafo Verde), la brutal paliza del Abate Loco en el altar sobre mi cuerpo (Ejercicios Espirituales) y un curso en el que me iban a suspender todas las asignaturas. ¿En dónde te metías?

En mi vida está muy presente el cine. Muchas de las cosas que me ocurren las relaciono con alguna película; aunque el cine, al principio, me producía espanto, después se fue convirtiendo en una tierna compañía. Si los demás espectadores reían al ver a Harold Lloyd colgado de las agujas del reloj de un edificio gigantesco de Nueva York, yo lloraba, y tenía que salir a La Alameda a ver si se me pasaba aquello; volvía a entrar, y en donde se repetían escenas de risa, yo solo veía dolor. Me ocurría esto con más películas, ‘Alicia en el País de Las Maravillas’, ‘Los Viajes de Gulliver’… Pero poco a poco, fui encontrando en el cine a un amigo que me sigue acompañando. ¿Con qué película relacionaría yo lo que me ocurrió durante todo aquel 67? Lo tengo clarísimo: ‘Los cuatrocientos golpes’, de Francois Truffaut.

Yo nunca fui un animal de aulas. Mis primeros recuerdos de los colegios son las maneras que me ingeniaba para no ir a ellos, o una vez en el aula, cómo hacer para que me dejasen volver a mi casa, con mi madre; tenía un truco: meterme los dedos en la garganta, provocarme, ponerme pálido, y me mandaban para casa.

En segundo de Bachiller iba al instituto por la mañana, y, por mi propia voluntad a clases particulares por la tarde. ¿Algo se me tendría que pegar? Me preparé con Carmencita, mi profesora particular, a conciencia, un examen sobre oraciones gramaticales simples. Esta vez no me bloqueé, cosa que me ocurría con frecuencia, me salió bien el examen; con Carmencita me sabía las cosas, pero cuando llegaba al instituto se me borraba todo. A los pocos días de aquel examen llega el profesor de gramática a clase, era un verdadero azote, con cara de decir: “A mí no me la pegas ni tú, ni nadie”. Me saca a la pizarra en donde había puesto las mismas oraciones que en el examen, para que las hiciera de nuevo, como en el examen, que había hecho bien. A mí aquella escena se me parecía a un duelo de película del Oeste, en donde el sherif iba a zanjar cuentas con un insignificante y vulgar estafador, al que con la sola mirada ya ninguneaba. No había una relación de maestro a discípulo, sino de amo a vasallo. La tensión del duelo era mucha para mí, empecé a hacer las oraciones bien, pero se me bloqueó el gatillo en la pizarra. El duelo estaba resuelto y sentenciado: yo había copiado, y no había sido así, e iba a suponer el suspenso de la asignatura y de todo el curso completo. ¡Era la pedagogía del momento!

Aquel curso solo aprobé Religión y Gimnasia. De nada me sirvió estudiar durante el verano e ir a clase particular. No aprobé ninguna en septiembre. ¡A repetir. Ar! Me tropecé otra vez con este profesor en COU, en donde volví a repetir curso ¡Ar! He hecho un cálculo: si este profesor me hubiese dado clase todos los cursos, hubiese acabado el bachiller a los cuarenta o cincuenta años.

Era, el profesor, un látigo justiciero con los alumnos, y más tarde me enteré, por ellos mismos, que un azote para sus propios compañeros. Le provenía este carácter de no haber podido alistarse al bando franquista durante la Guerra Civil española por no tener la edad, que quiso falsear, para ello, y luego a la División Azul a seguir frenando el avance del comunismo en Europa por estar enfermo de paperas. La revancha se la tomó en las aulas, y cuando pudo terminar sus estudios, las convirtió en sus trincheras contra el comunismo y el Instituto en el lugar de su orden. Llegó proveniente de la Península a la Isla como su primer, e iba a ser también único, destino.

Cuando volví a estar en las aulas con él fue, como os dije hace un momento, en mi primer curso de COU. En ese año estaba yo hablando con mi amigo de la fe Baha´i, Salvador Piñero, de lo que siempre él hablaba, era un gran proselitista, y no sé por qué razón empezamos a ser tres en la conversación: él, el profesor de Gramática era el tercero: ‘El Tercer Hombre’. Y habló como tal, como un tercer hombre: “Salvador, eso de Dios, la religión y la iglesia es algo que se inventó para que las mujeres saliesen a la calle y fuesen a misa”. Aquel, sin piedad, martillo de herejes, todos los que no estábamos dentro de su sentido del orden lo éramos, soltó aquellas palabras.

Pude acabar el COU al año siguiente, y largarme para Madrid. Murió Franco un año más tarde, y para aquel hombre fue aquella muerte como para la de un adolescente en fase edípica, la de su madre. Tenía el profesor dos debilidades al llegar a su casa: beber María Brizard y vestirse de mujer, que se le desarrollaron aun más, como un niño buscando más leche de las tetas de su madre. El María Brizard ya no entraba a su casa por botellas, lo empezó a comprar por cajas; el representante, que era camarada ideológico suyo, que sí había estado en la División Azul, le hacía un descuentito; y también empezó a descuidarse de que los vecinos lo vieran vestido de mujer, no corría las cortinas, por ejemplo, o alguna vez subió borracho y vestido de mujer a la azotea a tender la ropa. Se empezó a hablar entre sus incrédulos compañeros del instituto de su conducta, hasta que un día dejaron de serlo, incrédulos, me refiero. Una tarde, en casa de una compañera, harto de María Brizard el hombre, sin nadie haberse dado cuenta, se va al dormitorio de la anfitriona, abre el armario, se desnuda, como hacía todos los días en su casa, y se viste con uno de los trajes del armario. Regresa al cuarto de estar, y se encuentra a un marido furioso, que al verlo vestido con uno de los trajes de su mujer, le rompe una botella de las de María Brizard en la cabeza, dejándolo inconsciente y derramando sangre. A sus compañeros no les quedó más remedio que volverse crédulos.

Inconsciente, bañado en sangre y Marie Brizard, cristales rotos enterrados en la cabeza y vestido de mujer, salió en camilla de la casa a la ambulancia, de la ambulancia al Hospital, donde el parte no fue bueno. A los veintiocho días recobra la consciencia, y otros veintiocho más tarde, como las lunas, convence a un celador, pues se aleja la gravedad, dándole dinero, para que vaya a su casa y le traiga ropa, de la de hombre, le dejó bien dicho en el armario en la que estaba. De madrugada salió del Hospital, sin pedir el alta, fue a su casa, cogió sus enseres, y fue el primero en llegar al aeropuerto esa mañana. No se volvió a saber de él jamás hasta el día del que os comentaré en ‘Oraciones gramaticales compuestas’.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior

Las Cosas Buenas de Miguel

 

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