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Tiempo de despedidas, la vida como una partida de ajedrez

Gustavo de la Cruz

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Enrique

Siete escalones, como siete cuadros le quedan a una torre para estar al otro lado de la tabla. Los bajamos y listo, ya estamos en la Avenida del Puente. Él me guía, un golden blanco de casi tres años, cada vez nos vamos compenetrando más, como dos buenos amigos a los que las circunstancias les obligan a entenderse. Siete minutos hemos tardado hasta llegar al paso de peatón junto a la farmacia, lo cruzamos en línea recta, nada de hacerlo en diagonal como un alfil, ya que se me mal educa el perro, para los invidentes la línea geométrica más corta entre dos puntos es la recta, nos va la vida en ello. Ha sido un paseo sencillo, ningún santacrucero se ha “despistado” de recoger los depósitos de su perro y tampoco los ha habido egoístas que te ven y les importa un bledo que seas ciego, “la preferencia para ellos”. La verdad es que la mañana huele a despedida, finalmente llego al trabajo donde recibo los abrazos de mis compañeros. Me enroqué en La Palma hace casi quince años y ahora toca volver a mi tierra a iniciar de nuevo la partida de ajedrez. No hay que arrepentirse, la vida es arriesgarse, como en aquella partida que disputé con uno de los hermanos Díaz…

Los Hermanos Díaz

Los hermanos vivieron sus primeros años en La Palma, en la urbanización Los Diamantes, junto al Colegio Gabriel Duque de Santa Cruz de La Palma. En ese “cole” se enamoraron del juego de los sesenta y cuatro escaques, como se suele decir “no veían la hora de que llegara el momento de las clases de ajedrez”. Ahora, a temprana edad, la vida les depara un salto de caballo a la isla vecina, y como una aventura ellos se lo toman, ya que aún no es tiempo de tristezas y nostalgias. Hoy tienen su última clase en el club de ajedrez de la calle San Sebastián. Sentados juntos, discuten una partida de ajedrez… “No Kylliam, es mejor jugar el caballo a c3 antes que mover el alfil”…

“¡Franklin!, el alfil crea una amenaza”… a Kylliam se le cae un peón al suelo, cuando lo recoge se encuentra una planilla de ajedrez que pone “Para Iso”…

Iso

Recoge su maleta llena de material de ajedrez. La clase ha terminado y los niños en fila se preparan para salir del Colegio Nazaret en Los Llanos de Aridane. Ella camina con la mente ya puesta en otro continente, despidiéndose de los compañeros, y antes de llegar a la portada la vida le prepara otro gran momento, de esos que no se olvidan nunca. Un grupo de niños de primaria no sabe que es el último día de clase de su maestra de ajedrez, si bien, cuando la maestra pasa por su lado, empujados por el cariño y su espontaneidad comienzan a cantar “la canción del enroque”, una canción que ella misma les enseñó la semana anterior. Sus ojos se enternecen e inmediatamente canta con ellos. Más de una década en La Palma ha dado para mucho, para hacer una maleta cargada de recuerdos y sentimientos, si bien ella piensa que como dice una canción “nunca el tiempo es perdido, sólo un recodo más de nuestra ilusión”. Aún le quedan unos días en la isla y algunas fiestas de despedida con sus compañeros y amigos, entre ellos está Carlos…

Carlos

A Carlos hoy le toca decir adiós a su abuela, a ella le quedan apenas horas de vida. Él no está seguro si lo está escuchando pero aprovecha un momento en el que están solos para darle las gracias por haberlo querido y cuidado, por los fabulosos fricasés de pollo y los inigualables sándwiches, también por los duros para ir a comprar golosinas a casa de Don Bortell. En general, está agradecido por haber vivido junto a sus abuelos la niñez en el barrio de Los Pescadores, donde por casualidad un día un amigo le enseñó a jugar al ajedrez, y eso que él sólo quería jugar a “hundir la flota”. Finalmente, aquel juego le cautivó y con él se sentía como un pequeño dios griego que decidía los destinos de sus piezas, si bien, ahora él es un humilde peón llorando la partida de una de las damas del tablero de su vida. De este modo, recuerda el poema de Borges y se pregunta, ¿será que un Dios nos mueve a los humanos como cuando somos nosotros los que movemos a nuestras piezas de ajedrez?, ¿qué nos queda del tiempo pasado, sólo cerrar los ojos y recordar?, si termina la partida ¿nos dejarán jugar otra?... En unos días tendrá que acompañar a unos alumnos a un campeonato insular, que se disputará muy cerca de la casa de su abuela, pero a diferencia de otras veces, esta vez cuando todo termine no tendrá a quién visitar. Carlos es consciente que de momento el juego para él sigue y aún espera vivir muchas historias (que después podrá contar) de aquí hasta que le toque ir a la caja de las piezas, por eso el piensa: “No hay otra alternativa que seguir, lo contrario de vivir es no arriesgarse”.

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