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Un ángel en la manada

Juan Capote

Cuando la monja le preguntó cómo estaba su marido, ella, sin mover un músculo de su rostro, le dijo: “Bien... él está bien...”. Según las noticias que tenía, aquello no era ninguna mentira. Sólo se daba la circunstancia de que se había divorciado de él hacía treinta años, después de un corto y desagradable periodo de convivencia.

Carmen Nieves estaba cualificada para el teatro. Como todos los hijos de Don Rafael Barreda, mostraba inquietud juvenil que se plasmó, entre otras cosas, en la participación en varias obras representadas. En una de esas, era pareja del personaje que, en bata y pistola en mano, caracterizaba Don Julio Gil. La decisión de este, al cambiar el escenario por las leyes, proporcionó al mundo judicial un buen abogado, privándole a la farándula de una rutilante estrella. Pero la mejor actuación de ella estaba por llegar.

Muchos años después se consagró obispo, en Santa Cruz de La Palma, Don Elías Yanes. Por ese motivo una buena parte de la curia visitó la isla, donde fueron agasajados por los feligreses, en la medida de sus posibilidades. Entre ellos estaban mis padres, que se ofrecieron a colaborar y, en ese sentido, organizaron un almuerzo al que estaba invitado un obispo, su ayudante y dos monjas. Por aquel tiempo trabajaba en nuestra casa una chica en la que todo era bondad, pero en la que no todo eran luces. Por esa razón, Loreto, mi madre, íntima amiga de Mebe, le pidió que ese día se mantuviera discretamente en la cocina para guiar e instruir a la muchacha que tenía que servir.

Estaban sentados todos en la antigua mesa redonda, heredada de la familia, cuando la puerta se abrió y Carmen Nieves entró vestida de negro con un delantal y una cofia. Mientras mi padre, atónito, paseaba la dentadura postiza de un lado otro de la boca, mi madre, desde su profunda lividez, empezaba a darse cuenta que detrás de esto tenía que estar María Jesús, una simpática y entrañable (hasta ese momento) vecina, con la que solía, a menudo, rezar el Santísimo Rosario.

Mebe rodeó la mesa, y tras hacer una genuflexión ante el obispo, se acercó a mi madre y le preguntó: “¿Desea la señora que sirva la sopa?” El silencio de mi progenitora fue interpretado como un sí y, tras volver hacer un amago de hincar la rodilla ante el prelado, se retiró hacia la cocina. No sirvió de nada que, cuando acercaba el cucharón a su plato, Loreto le dijera en un susurro: “Ay Carmen Nieves, no me hagas esto por favor”.

Pero Mebe no solo procuraba felicidad con su sentido del humor. Cuando un macho alfa desaparece, normalmente por la vía rápida, en su manada de mamíferos se crea una conmoción que la sabia madre naturaleza se encarga de arreglar antes o después. Luis Cobiella nunca se comportó como tal, pero en nuestra familia era un guía que representaba la inteligencia, el equilibrio y la mesura. Obviamente tras su muerte quedamos todos dañados y un poco desubicados. Algo más tarde del acontecimiento, Carmen Nieves apareció por nuestras casas como un ángel que repartía luz, ungüentos y serenidad. Ella era la parte de la manada que faltaba.

Poco antes de finalizar la visita a las octogenarias monjitas, me tocó a mí el repaso. La mayor de las tres religiosas que, como en un tribunal, estaban sentadas frente a nosotros, me preguntó: “Juan Francisco, ¿tú te casaste?” Mientras, alarmado intentaba buscar respuesta, Mebe se me adelantó: “Madre ¿para qué va a contraer matrimonio si él hace las mismas cosas que hacen los casados?”.

Aunque reaccioné perdiendo la mirada en la parte superior de la pared de enfrente, podría sentir los ojos desorbitados con que las monjas me escrutaban.

Cuando bajamos las escaleras de Las Dominicas, yo aún no repuesto del mal trago, Mebe nos detuvo y, mirando con esa sorna característica de los Barreda, me dijo: “Juan Francisco, desde tu primera comunión no te había visto poner una cara tan rotunda de niño bueno”.

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