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El ático de mis sueños

José Antonio Martín Corujo

Reconozco que eres atractivo, que resultas encantador a primera vista… ¿Qué puedo decir si me quedé prendada nada más verte? Pero el atractivo se marchita y el encanto se trueca en desencanto cuando se disfraza de mentiras. ¿Qué me vas a contar con todo el tiempo que llevamos juntos? Bueno, en realidad es una manera de decir. Nos casamos hace mucho tiempo, pero juntos, juntos…, apenas nada.

Reconozco que eres un genial actor en el escenario público, donde te desenvuelves con estudiada naturalidad, saludas estrechando la mano con ajustada firmeza y sonríes sin que te mueva a ello ningún hecho jocoso. No puedo evitar esbozar una sonrisa cuando contemplo cómo miras a los ojos a tus interlocutores, con esos aires de quien se siente seguro de su capacidad de persuasión. También es verdad que, a menudo, no puedo evitar sentir vergüenza ajena y estupor cuando, llevado de tu presunción, como caballo desbocado, osas opinar sobre cualquier tema y, aunque tu recurrente discurso de generalidades te suele salvar, mucho me temo que un día no lograrás salir indemne.

Reconozco esa habilidad tuya de comenzar siempre tus intervenciones elogiando a los miembros de cualquier foro en el que participas, ya sea en una entrevista, en una rueda de prensa, en un debate, en un mitin…, e, incluso, ¡mira que tienes jeta!, alabas sin pudor el esfuerzo, el compromiso y la paciencia de quienes te reclaman el cumplimiento de derechos desoídos, de los que tú eres responsable.

Reconozco que dedicas todo tu tiempo a tu profesión. Bien digo: a tu profesión, porque nunca has tenido otra que no sea la de político. Hablas a los agricultores y ganaderos sin saber distinguir una oveja de una cabra; a los pescadores, cuando confundes un tiburón con un atún; a los docentes, cuando tardaste diez años en terminar tu carrera de derecho; hablas de sanidad, de turismo, de seguridad ciudadana y de justicia… Es que no hay tema del que no seas experto… Y, para todos los problemas, tienes soluciones, que, cuando a ti te corresponde arbitrarlas, brillan por su ausencia.

Reconozco que económicamente nos ha ido bien. Atrás quedó aquel pequeño ático de nuestros sueños de juventud, pero hoy me aburre este gran chalé en el que arrastro mi soledad. ¿Cuándo fue la última vez que no sentí las sabanas frías? Ni me acuerdo. Ya sé que me darás la sorpresa: cuatro días de incógnito en un hotel de lujo compensarán con creces mi papel de esposa abnegada.

Reconozco que tu don de gente ha incrementado de manera exponencial el número de nuestras amistades, en su mayoría empalagosas e hipócritas, que insuflan combustible a tu vanidad y a mí me acaban aburriendo hasta el hastío.

Reconozco que dominas como pocos la apariencia de poner el gesto preocupado, el gesto de quien somatiza el sufrimiento ajeno como propio. Perpleja me dejas de tu oportuno, preciso y acompasado bamboleo de cabeza con el que pretendes mostrar tu consonancia con lo expuesto y solicitado por tu interlocutor, cuando sabes bien que no está en tus manos satisfacer sus demandas. Simplemente, eres un genial actor de la escena política, capaz de parecer cercano, sensible y comprensivo, pero a mí me aburre y me duele tu falsa imagen, de la que ya no sabes desvestirte.

Sabes que si un pensionista, bajo su vigilancia, te propusiera que vivieras un año con solo los ingresos de la pensión media de este país, te desarmaría. Pero no te avergüenza solicitar su voto a través de una extensa y amable carta, cuyo costo casi supera la cantidad que representa la subida mensual de su pensión.

Sabes que el pánico te abrumaría si te propusieran cuidar un niño durante un solo día, y, sin embargo, no tienes pudor para solicitar el voto de unos padres y unos cuidadores en paro con la falsa promesa de que el presupuesto para la atención y cuidado de sus hijos se verá incrementado, después de haberlo congelado, cuando no disminuido, durante tu responsabilidad como gobernante. Ya sé que tú no tomaste esa decisión, pero formas parte del coro que entonó esa canción.

Sabes que no te conmueve el mal ajeno, aunque a diario te jactas de decir que el bienestar de las personas guía tu ideario político, que tu compromiso con la gente te lleva a dedicarte de por vida al servicio público, porque desde esa plataforma es como mejor puedes ayudarle, siendo así que la realidad es que te muestras inútil para cualquier otra cosa. Cuando comienzan los periodos electorales, la incertidumbre por tu futuro te embarga, y tu carácter se avinagra. Y eso que sabes que, a pesar de que gane o pierda tu partido, siempre terminarán buscándote un puesto para tu supervivencia política.

Mentiría si te dijera que, al principio, no me sentí subyugada por la forma de exponer tus ideas. Esa manera tuya de decir me cautivó, y pronto el pequeño ático fue testigo mudo de nuestros íntimos secretos. Claro que me alegré lo indecible el día que te eligieron alcalde: me sentí orgullosa de ti y convencida de tu capacidad para llevar adelante la concreción de tus promesas. Le cambiaste el traje a la ciudad y, como hongos, surgieron nuevas infraestructuras: hasta nuestro chalé, como resultado de los regalos de algunos ciudadanos agradecidos por tu inestimable colaboración.

Mentiría, y tú lo sabes, si te dijera que no me alegré cuando te nombraron consejero de la Comunidad Autónoma. ¿Y qué decirte de cómo me sentí el día en que me regalaste, por mi cumpleaños, el coche deportivo que ha envejecido en el garaje, obsequio de alguna de tus buenas amistades? Ya sé que para ti nada tiene de extraño: son los pequeños detalles con los que algunos ciudadanos agradecen la buena gestión de sus gobernantes.

Sabes que mientes cuando, con cada nuevo cargo, y no sé cuántos van ya, afirmas que tu vida ha sido un continuo compromiso con el servicio a la ciudadanía, lo que consideras el mayor de los honores. Claro que sí: siempre se queda mejor así que diciendo que, por disciplina, se estará donde el partido decida. Mientes, con una desfachatez sin límites, cuando dices que yo sacrifico generosamente mi tiempo a tu lado cediéndotelo para que se lo dediques a los demás. Sabes que el tiempo me lo has robado. Jamás te lo he cedido. Mientes cuando dices, sin ambages, que todos los días me rindes un sincero homenaje en reconocimiento a mi estoica comprensión. Sé que tu vida se rige solo por el placer de sentirte importante, la importancia que otorga el poder, estúpida ensoñación que te aleja de la realidad que presumes conocer.

Rehúyes debatir conmigo el más mínimo problema, porque tus mañas, vacías de contenido, no se sostienen. Sabes que lo que quiero son respuestas a mis preguntas y no a las tuyas. Ante mí no encuentras disfraz para tus gestos y miradas, y la desazón que te produce lo imprevisto te desconcierta. Tú que de todo sabes, que eres perfecto, buscas preguntas para tus respuestas de discurso único, y yo, que detesto la perfección, te hago preguntas para las que no tienes respuestas. No sabes cuánto he anhelado oírte expresar algo tan simple como “no sé qué decirte”.

Apenas hablamos porque no tengo tu presencia, y, teniendo la soledad por mi mejor compañera, me estoy volviendo taciturna. Por eso he decidido escribirte esta carta, que te dejo en la mesa de noche, junto a nuestra cama de sábanas frías. ¡Qué lástima que mi ilusión se apagara! Me mudo al pequeño ático de nuestros sueños de juventud.

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