Sobre este blog

Espacio de opinión de La Palma Ahora

Las azoteas

Elsa López

0

Es un descubrimiento que parece intrascendente y resulta extraordinario: he vuelto a descubrir las azoteas. Tener una azotea en estos días de confinamiento es como tener un tesoro. Quien la tiene, lo sabe. La azotea cumple varias funciones: sirve para tender la ropa, cosa que todos sabemos desde hace cientos de años cuando la ropa encontraba su destino colgada de los alambres. ¿Quién no recuerda a la abuela, moño en la nuca y el delantal a cuadros negros y blancos, subida a la azotea, las pinzas en la boca o en una taleguilla de algodón y ver cómo las sacaba una a una para sujetar los pantalones del abuelo aún con manchas de plátanos imposibles de quitar, las camisas del padre, las enaguas de la madre y las sábanas de tu cama de niña con remates de croché en el borde superior? Las azoteas entonces servían, además, para secar los higos y las mazorcas de millo y, en su lugar, para dejar al perrillo de la casa que subiera a tomar el aire y ladrar al vecino de abajo al que odiaba de una forma incomprensible. A veces, las azoteas servían para subir a la otra abuela, ya casi centenaria, a que viera el mar e hiciera predicciones sobre la lluvia y las tempestades según ella era capaz (y lo era científicamente probado) de saber si iba a llover o si el viento del sur arrasaría con las plataneras.

Pero eso era antes. Luego las azoteas no sirvieron para nada. No había niños corriendo en ellas ni veías ropa de colores sobrevolando por encima de las casas. Sólo antenas, trastos viejos arrinconados, alguna silla de mimbre desvencijada, ruedas de goma, puertas cerradas, silencio. Así ha sido en los últimos tiempos. Yo solo entraba en ella cuando subía a tender y hacía sol. Tendía y no miraba alrededor. No hacía ni el gesto de asomarme al mar o a las montañas. Entraba y salía de ella sin darle mayor importancia. Pero un día, no hace mucho, cuando comenzó este mal tan raro que se resume para muchos en una orden concreta: “quédate en casa”, mi hija pequeña decidió subir con el más chico de la casa a que corriera por ella en una moto de plástico de color rojo. Luego le llevó una piscina de plástico azul, la llenó de agua y lo metió dentro. Después le añadió un tobogán pequeño también azul y un cubo con juguetes. Y, de pronto, la azotea se transformó en una playa gigante y comenzamos a subir todos los demás con toallas, bañadores, cremas para el sol y una sombrilla.

Fue increíble. Yo misma decidí caminar por ella de punta a punta haciendo veinte, cincuenta, setenta y cinco azoteas cada día. La nieta mayor se subió las acuarelas y se puso a teñir y a dibujar sobre telas viejas, y el abuelo se empezó a sentar en una silla a ver lo que hacían los demás. Poco a poco, las azoteas de alrededor comenzaron a cobrar voces y vida. Una muchacha muy joven sacaba a su bebé a tomar el aire y con él en brazos miraba el móvil, se arreglaba las uñas y se secaba su enorme melena rubia; en otra, una mujer tendía cada día ropas de distintos tamaños y formas, y, más allá, un muchacho repetía la ceremonia de caminar con los cascos puestos. El muchacho parecía un oso enjaulado, pero calculé que su ritmo se debía a que su azotea era más corta que la mía porque cada vez que yo volvía de hacer el recorrido él se había hecho dos en la suya. Había una mujer solitaria en otra, fumando sin parar; y un hombre sin camisa que hablaba a gritos con alguien que yo no alcanzaba a ver. Había pájaros sobre las tejas y mariposas en el tendedero, cosas jamás vistas. Y cuando el pequeño gritaba yo le pedía perdón a mi vecina más cercana y ella decía no, no, por Dios, es una alegría escuchar la voz de un niño, da vida.

Eso pensaba yo. Las azoteas, de pronto, cobran vida y la dan. Parecen nuevas ciudades que miran hacia el cielo. Se encienden por las noches, se oyen voces, aplausos a las siete de la tarde, alguna bronca, algunas risas, las carreras de los perros al sol, el sonido de las ramas de los árboles de la calle que trepan hasta llegar arriba, y, a lo lejos, esa visión de sábanas, camisas, paños de cocina, bragas y calcetines que hacen del horizonte un tapizado de flores que salen de la tierra y van cubriendo montañas y barrancos. Sí. Las azoteas de la ciudad van recobrando su historia y el protagonismo que un día tuvieron, y me alegro de que así ocurra y siento una pena especial por los que no la tienen y no pueden acceder a este privilegio. La verdad es que me gustaría hacer una fiesta, invitar a todos los vecinos que no pueden acceder a la suya y decirles a los que la tienen y aún no la han descubierto, que suban, que se sientan agradecidos por tenerla y vuelvan a hacerle los honores que cosechó durante cientos de años. Ellas formaron parte de nuestra memoria y merecen ser recuperadas y valoradas en lo que significan. 

Elsa López

25 de abril 2020 

Sobre este blog

Espacio de opinión de La Palma Ahora

Etiquetas
stats