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El destello

José Antonio Martín Corujo

Sentado sobre una piedra de basalto contemplaba ensimismado la puesta de sol. Ese día, en el ocaso de la tarde, por algún efecto atmosférico desconocido para él, el radiante azul del cielo se fue tiñendo de una paleta cromática de belleza indescriptible. Extrañamente, se fundían colores de tonos cálidos con otros de tonos fríos. Luego, cuando el sol descendió tras el horizonte, y se atenuó la intensidad de los rayos rojos, en un fugaz instante, apenas un segundo, inesperadamente surgió el sorprendente destello.

— ¡Julio Verne! —exclamó, poniéndose de pie y mirando a su alrededor como si quisiera encontrar testigos de lo acontecido.

—¡Sí, señor! —continuó exclamando a viva voz—. Julio Verne lo describió perfectamente. Lo recuerdo a pesar de los muchos años que hace que leí su novela.

—¡Acabo de ver “el rayo verde”! —gritó entre risas, estirando y encogiendo alternativamente sus brazos.

 Se le antojó un regalo de la naturaleza que quedaría grabado para siempre en su mente. Un regalo que la refracción de la luz solar concede muy pocas veces y que muy pocas personas han podido contemplar. Agradecido, comenzó a bailar sobre la hierba y a lanzar besos al punto donde acababa de ocultarse el sol, sin dejar de reír y de gritar que acababa de ver “el rayo verde”.

La imagen instantánea del destello quedó tan bien grabada en su memoria visual, que cerrando los ojos podía seguir disfrutando de la contemplación del indescriptible color verde. Se sentía feliz, como hacía mucho tiempo que no lo estaba. Muy feliz. Es “el verdadero verde de la esperanza”    —se decía evocando a Julio Verne—. Y presintió que algo bueno tendría que acontecer.

Cuando la línea del horizonte se fue aproximando, por imposición de la cercanía de la noche, comenzó a desandar el camino para volver a su casa, situada en una urbanización que se hallaba a unos tres kilómetros del lugar donde se encontraba él ahora. Casi todos los días por la tarde hacía ese recorrido y, a veces, al final del camino se paraba un rato a contemplar la puesta de sol, que a menudo era de extraordinaria belleza. Gran parte del camino transcurre sobre acantilados marinos o bordea pequeñas calas, en las que se forman efímeras playas de arena blanca.

De una de esas pequeñas y recoletas playas le llegan las risas de una pareja de jóvenes que simulan perseguirse chapoteando el agua que acaricia la arena. Piensa que, tal vez, también ellos tuvieron la suerte de contemplar “el rayo verde” y lo festejan a su modo. No cree, como afirma la leyenda, que el mero hecho de que dos personas contemplen simultáneamente el destello, las una en el amor, pero la magia de imaginar que así pudiera ser no está vetada, y decide presuponérsela a la feliz joven pareja. Sonríe y continúa deshaciendo el camino.

Reflexiona que, tanto para él como para cualquier otra persona que hubiese visto cómo correteaba la pareja joven en la playa, lo verdaderamente incontestable era que se estaban divirtiendo y que disfrutaban de aquel momento. Él decidió, por mero juego romántico, atribuirlo a la visión del destello verde, pero cualquier otro observador podría aventurar otra causa o manifestar su ignorancia, que sería lo más lógico. El porqué se formó el rayo verde en la puesta de sol corresponde a una causa, o a varias, que él desconoce, aunque presupone que el conocimiento científico sí tiene una explicación. Pero para el comportamiento humano observable no siempre la causa que lo pretende explicar es la correcta.

No puede evitar una sonrisa, cuando piensa en la prepotencia con la que algunos gurús creadores de opinión, sin el más mínimo pudor, sostienen que están en pleno conocimiento de todas las causas que determinan el comportamiento, no de una persona, sino de toda la colectividad de un país y lo que a esta le conviene. “¡Qué osadía! ¡Qué despropósito! Manipuladores sin escrúpulos y sicarios de la información” —musita, mientras en su rostro se dibuja una mueca de desprecio.

Imagina, una vez que atrás quedó la pareja de jóvenes, que estarán fundiéndose en un ardiente beso. “¡Bonito presente! Incierto futuro. ¡Ojalá ”el rayo verde“ les dé lucidez!”, escribe en el aire. Sabe que nada de lo que pueda imaginar sobre lo que estará haciendo la joven pareja tiene que ver con la realidad, pero la contemplación de su feliz retozo en la playa lo alienta a escribir pensamientos en el aire.

Un hecho tan simple como el de admitir su ignorancia sobre lo que estarían haciendo los jóvenes, una vez que han quedado atrás, le lleva a reflexionar acerca de qué credibilidad merecen las opiniones de los que viven instalados en el despotismo, de espaldas a la sociedad. Esos, que han tolerado, por acción u omisión, el saqueo y la corrupción. Esos, que dicen defender los intereses de la ciudadanía, pero se sientan en las mesas de dirección de los señores que la esquilman. Esos, que se erigen en guías de las descarriadas masas desde sus cómodos cenáculos de estómagos agradecidos. Esos, que se creen elegidos por la divinidad para hacer de la política su profesión. Él sabe, por sus muchos años de ejercicio en la profesión periodística, que en realidad esos tahúres del juego político lo que defienden son sus prebendas. Siempre le han merecido el mayor de los desprecios esos periodistas que desprestigian la profesión, los que venden su objetividad a cambio del favor del poder, convirtiéndose en las voces amplificadas de sus amos. Él lo sabe bien: los múltiples ceses y los forzosos cambios de destino que sufrió, a lo largo de sus casi cuarenta años de vida profesional, han sido buena prueba de ello.

El frío de la brisa marina se va haciendo cada vez más patente a medida que se aproxima a su hogar, por lo que decide acelerar el paso y subirse la cremallera de su polar. Se siente relajado, lo que no suele ser en él habitual, y hasta cree que su mente discurre con mayor lucidez. Es como si el flash de la luz de “el rayo verde”, por un instante, le hubiese alumbrado el oscuro y confuso mundo de las ideas. Pensó que quizás James C. Maxwell y Albert Einstein fueron espectadores de “el rayo verde”, cuando formularon la existencia de las ondas electromagnéticas y de las ondas gravitacionales, y hubo de pasar veinte, y cien años, respectivamente, para que se demostrara su existencia. Pero está seguro de que a ningún economista se le ha mostrado, para inspirarle la fórmula que explique el adecuado y justo reparto de la riqueza, aunque muchos no se sonrojan al predicar que poseen la verdad.

Tal vez, piensa, el error está en creer que la política y la economía son ciencias que dan soluciones precisas a los problemas que se les plantean, cuando, en realidad, tendrían que ver más con la ética y la justicia. Y de ética y justicia poco ejemplo pueden dar los que se aferran al poder en beneficio propio; y los voceros que, como pago a sus prebendas, todo lo justifican, atacando con saña toda alternativa que suponga un cambio en sus estatus.

“El rayo verde” lo ha podido ver, cuando atrás ha quedado ya su larga vida laboral, cuando la serenidad y el sosiego ponen freno a los sentimientos desestabilizadores, cuando se ha propuesto estar en paz con su entorno y consigo mismo. Pero la actitud de alguno de los demás, de los que dedican su tiempo a la infamia, le resulta indignante. Esos nunca verán el destello verde, porque nunca han sabido disfrutar de la belleza de una puesta de sol, ni de la belleza de la risa de unos jóvenes enamorados, ni de la belleza de una ecuación matemática que describe un hecho cuya existencia estaría aún por demostrar.

Se imagina que Julio Verne fue espectador de “el rayo verde”, y que ese fogonazo le permitió vislumbrar, con mucha anticipación, inventos que asombrarían al mundo con posterioridad. Se imagina que un día llegará, en que muchos jóvenes, como los de la playa, podrán tener la oportunidad de ser sorprendidos por la magia de “el rayo verde”, que les dé lucidez de pensamiento para que construyan una sociedad más justa, más libre y más igualitaria que la que han heredado.

Cavilando y reflexionando sobre las visiones del destello y de la divertida pareja joven, y envuelto su cuerpo en una grata sensación de relajación, el trayecto de vuelta a casa se le hizo corto. El sonido de un tenue silbido en su bolsillo le anuncia que le acaban de enviar un mensaje a través de su teléfono móvil. Extrae el teléfono, activa la pantalla y pulsa el icono de mensajería. Comprueba que se lo ha enviado su mejor amigo: “El Papa Francisco acaba de decir que ve bien el uso de medios de anticoncepción para evitar el contagio del virus Zika”

—¡Coño, a este Papa se le apareció “el rayo verde”!

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