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Las libretas de cocina de Nereyda Duque Santos

Elsa López

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Tengo tres títulos para tres historias de tesoros y hadas y buenas personas. Tres formas de mantenernos en pie en los días que se avecinan. Porque me propongo escribir sobre muertes innecesarias, mujeres maltratadas, rotas, desaparecidas o asesinadas, y no encuentro ya palabras suficientes; decido hablar de políticas, políticos y otros menesteres sociales, y mi cabeza rehúsa hacerlo. He perdido muchas horas pensando sobre tales asuntos y al final he llegado a la conclusión que hay personas, lugares y ocasiones a los que uno puede dedicarse sin necesidad de romperse el alma. Por eso hoy escribo sobre Nereyda Duque Santos y sus libretas de cocina. Asunto celestial por demás. Nereyda dejó el mundo con 102 años y un recuerdo imborrable en quienes la conocieron. Para mí tocó el piano una tarde y hablamos de lo divino y lo humano con una alegría impagable. Rezos, cantares, anécdotas y su cuerpo pequeño y su sonrisa leve se quedaron grabadas en mi corazón. Luego se fue y dejó una parte de sí misma repartida en objetos, cartas, unos cuadernos que llevan por nombre Borrador, Moka, y un montón de recetas sueltas que son sólo Recetas.

Eva y Michel guardan ese tesoro. Un tesoro dulce que decidieron un día compartir conmigo. Sobre la mesa del patio de su casa pusieron dos cuadernos de tapa dura con guardas de papel pintado y unas hojas sueltas de distinta procedencia. Con una letra clara, igual, equilibrada y maravillosamente legible, aparecían recetas de cocina. Cientos de recetas que Nereyda había escrito para deleite de aquellos que tuvieron la suerte de comer tan ricos manjares y para gozo de quienes hoy las leemos sin atrevernos a llevarlas a cabo por respeto, por devoción o por miedo a fracasar en semejante andadura. Que la cocina es algo serio, muy serio, y una prueba de amor no dicha en términos legibles; que aún hay quien se atreve a pensar que la cocina es un oficio, un deber de aquellos que nos cuidan y protegen; todavía existe quien cree que una madre cocina por obligación, por compromiso, por necesidad de alimentarnos; y, aún más temerario aquel que se atreve a decir que la cocina es cosa de mujeres. Y es necesario aclarar que no es cierto. Que hacer un buen plato con ilusión para que otros lo coman es un acto de amor. Así de sencillo.

Y quizá por eso, quienes así lo entienden, en una mañana húmeda y calurosa de un domingo del último día del verano, pusieron delante de mis ojos esas hermosas declaraciones de amor porque solo el amor puede ser capaz de escribir sobre lo que luego va a hacerse para que los demás disfruten. Hablo de cocina. De la buena cocina, esa que nada tiene que ver con platos floreados, nombres falsos y falsos sabores. Hablo de lo que hacían nuestras abuelas para alegrarnos los días de fiesta, las vacaciones de Navidad y algún cumpleaños. Hablo de unos documentos de una época en que las mujeres inteligentes escribían, cocinaban, tocaban el piano y sobrevivían muy a pesar de unas leyes y una cultura que parecía querer devorarles el alma.

Nereyda fue una de esas mujeres que la sociedad no supo valorar o no quiso hacerlo. Nereyda tocaba el piano y escribía poemas en forma de recetas. Nereyda era la ONU de la cocina: Mantecados de América, Rosquillas de Almagro. Estofado de vaca a la catalana, Bacalao a la sueca, Turrón irlandés… Nereyda era la reina de todos los palacios: Sopa de Mónaco, Papas a la duquesa, Queso real, Langosta adornada; Nereyda era la señora de los endecasílabos, las octavas reales, el romancero y algún verso libre: Tarta de dama, Empanadillas de vigilia, Ternera a la jardinera, Merengues de vainilla, Alfajores… Nereyda era una enciclopedia, un diccionario de palabras exactas algunas ya perdidas en aras de la modernidad. Embarrar decía, en lugar de untar, alejándonos del barro o de algún asunto sucio que nos pueda perjudicar. “Dilúyase en agua una libra de almendras y tres onzas de azúcar”, escribía para enseñarnos el equilibrio de la dulzura. Y cuando ya crees que lo has leído todo en este mundo, llega ella y con su letra acorde con los renglones, dice: “Se apartan de la lumbre y se le incorporan quince gramos de canela de Holanda en polvo y cuatro o seis gotitas de esencia de nerolí, después se pone en cajitas de madera ovalada o esférica para que quede bien lisa…” ¿Se imaginan? Es El Turrón Irlandés, por ejemplo. Con mayúsculas. Y ella dice nerolí como si fuera azafrán o comino; como si en nuestra cocina pudiera encontrarse tal esencia obtenida de destilar miles de flores de distintos naranjos sobre todo naranjos amargos; como si nuestra casa oliera siempre a naranjas amargas de todas las calles de Córdoba.

Así era su voz. Y así será en nuestra memoria tan vulnerable siempre, tan triste, a veces, tan permeable a lo exquisito. Una voz con mayúsculas que nos deja el alma con la sensación de que aún es posible emprender el vuelo.

Elsa López

La Palma 24 de septiembre 2019

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