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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Mecanismos de proyección. Legalísimo Giorgio

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos míos:

Mi hijo es un niño de 72 años. Cuando lo adopté, yo tenía 10, y  él 22. Fue en un día de verano en el que nos cruzamos por la calle Real a la altura de la cuesta de Matías; yo regresaba de la Playa del Muelle a mi casa en la calle Garachico, él bajaba de San Telmo en donde vivía. Se fijó en que yo llevaba unas gafas de mar blancas, y me las pidió prestadas para cogerle unas lapas a su vieja.  Desde ese día hasta hoy hemos tenido una relación muy intensa, como la de pocos padres e hijos. Cuando empezamos a ir al cine él distinguía entre dos tipos de películas, comedias y dramas. Si nos tocaba una del primer género, comedia, nos partíamos de risa los dos; si era del segundo, drama, enmudecía, se le ponían los ojos aguados, y cuando ya no podía contener las lágrimas, me decía: “Mira a Chuchú llorando. Yo soy el único que no llora en las películas de drama, porque controlo las lágrimas con el estómago”. Sigmund Freud, joven médico judío inventor del pasado de sus pacientes, como lo llamaba Facundo Cabral, llamó a esta reacción de mi hijo, mi amigote Giorgio o Alberto, ‘mecanismos de proyección’. De esta manera, una persona puede colgar en los demás lo que no quiere ver en ella misma. Mi amigote, siempre dado a las acrobacias mentales, llegó a afinar, a hacer  aún mucho más arriesgado estos mecanismos de proyección, a convertirlos en una pirueta doblemente  mortal. ¡Y sin red! Si tenía ganas de comerse una parrilla de carne de cochino con media docena de botellas de vino Mibal Roble, te lo decía de una manera muy singular: “¡Ajó, ajó! ¡Las ganas que tiene Chuchú de comerse una parrilla de carne de cochino con media docena de botellas de vino Mibal Roble!”.

El destino, unos años más tarde, hizo que mi hijo me viniese a ver en Madrid cuando yo estaba en la universidad. Teníamos un piso de estudiantes en el barrio de Arguelles, muy cerca de Moncloa, en la primera paralela a Princesa bajando hacia el Parque del Oeste, entre Altamirano y Benito Gutiérrez. En mi habitación había una cama portátil que yo preparé para él. La primera vez que vino, sus dos estancias fueron de cuatro semanas cada una, la situación económica en  el piso era sostenible. La segunda era de mucha grima. En una de esas noches de grima económica, nada en la despensa, nada en la nevera, salimos a dar un paseo como caballeros andantes. En aquella época la caña en Madrid estaba a seis pesetas. La tesorería que teníamos era de sesenta pesetas. A veces no nos poníamos de acuerdo en qué bar entrar a tomarnos las cañas, porque se negaba visceralmente a hacerlo si había alguien de nuestro mismo sexo fumando con la mano derecha. Yo le decía que eso era un comentario homófobo, y trataba de desbaratar sus razonamientos. Cuando llegamos a la quinta caña habíamos agotado la tesorería, el presupuesto, y la hambruna era mayor que cuando habíamos salido de casa. Pasábamos callados por delante de escaparates de comida a la que ni nos atrevíamos a mirar. Callados hasta que mi hijo, mi fiel escudero, empezó a pensar en voz alta: “Chuchú, ¿y si entramos a uno de estos bares o restaurantes y empezamos a pedir platos de chuletas de carne, papas fritas, huevos y botellas de vino Mibal Roble? Le podríamos decir al camarero cuando nos viniese a cobrar que no tenemos dinero”. Yo le respondí que sí, que yo pensaba que hambre era buenas razones. Siguió pensando en voz alta: “¿Qué nos puede pasar? Que nos pongan a fregar la loza. ¿Pero Chuchú, si el camarero nos pregunta que por qué no le pedimos un par de bocadillos de calamares, o algo baratito?”. Le respondí que yo en el lugar del camarero me haría la misma pregunta.

Sin chuletas de carne o bocadillos de calamares en el horizonte nos decidimos a matar la hambruna durmiendo. Al doblar Altamirano con Tutor un amigote nuestro estaba en el portal del edificio llamándonos por el portero electrónico. Nos dijo que venía a buscarnos para invitarnos a cenar. Le comentamos la conversación que veníamos teniendo y fuimos al restaurante donde mi fiel escudero se había imaginado aquella comida y la posterior conversación con el ágil camarero. Cuando nos sentamos en el comedor, el camarero, Marcelo el de Los Gerines, un buen hombre de ojos gachos, que era algo más que ágil, nos preguntó: “Caballeros, ¿chuletas de ternera con patatas fritas, huevos y vino Mibal Roble, o bocadillo de calamares?”. Estábamos ante el mismo dilema de las películas. ¿Lo que nos  estaba sucediendo era comedia o drama? Alberto, mi hijo, incrédulo, no sabía si llorar o reír, miró con desconcierto al camarero, y luego a nuestro amigote el anfitrión de aquella noche. Nuestro anfitrión, Jesús A., que hace un mes ascendió al cielo después de estar unos años luchando contra un cáncer, con cara de pillo pidió por los tres la primera propuesta y al finalizar la comida, en la que no paramos de reír, le dio con mucho disimulo y por debajo de la mesa un billete a Alberto para que pidiese él la cuenta y pagase. Cuando Marcelo trajo la vuelta y se la dio a Alberto. Alberto, con un orgullo muy de Sancho Panza, le dijo con la misma a Jesús A., con voz muy alta: “Toma Jesús, aquí tienes la vuelta del billete que me pasaste por debajo de la mesa”. Legalísimo Alberto, legalísimo Giorgio, legalísimo hijo mío.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior.

Las Cosas Buenas de Miguel    

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