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Un ojo azul y otro marrón

Juan Capote

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Lo primero que hicimos, cuando mi perra dálmata llegó a casa fue cambiarle su nombre. El que llevaba en la cartilla era Loretta y el de mi madre Loreto, por lo que optamos por el poco original de Perdita, apelativo de la protagonista de 101 dálmatas. Desde mi adolescencia tenía fijación con esa maravillosa raza de perros dóciles, simpáticos y de gran belleza. Por esta razón, cuando aprobé con nota, por única vez en mi vida universitaria, el Selectivo de Ciencias, mi padre me preguntó qué quería como premio. No lo dudé un instante y le pedí un dálmata. Era prácticamente imposible conseguir un cachorro, pero no me disgustó nada el que fuera una hembra de un año. Cuando llegó a casa nos dimos cuenta de una serie de detalles: tenía un ojo azul y otro marrón; era bonita y sorda como una tapia; soltaba pelo en cantidad. Esta última característica hizo que tuviera prohibido entrar en las habitaciones con moqueta en el suelo y la perra fue lo suficientemente inteligente como para dejar de introducirse en un cuarto donde se habían cubierto las baldosas con ese tapiz, poco después de que ella llegara a casa.

Durante el siguiente verano la perra entró en celo, por segunda vez, se la llevamos a un macho que tenía nuestro pariente Manuel Poggio, muy bonito, por cierto. Allí se quedó con el galán y, cuando fuimos a recogerla, el mago de turno nos dijo que no perdiéramos el tiempo, que no estaba preñada. Nos explicó cómo se deberían hacer las cosas: soltarla en el barranco durante una semana para que los chuchos del lugar “la abrieran” y después llevársela al dálmata. Así que nos fuimos, un tanto con la mosca detrás de la oreja y desde ese momento me dediqué a observarla con interés.

Obviamente y para mi preocupación, en el primer mes apenas manifestó ningún síntoma notable de preñez, pero poco después noté con alegría que sus pezones se ablandaban. Reprimiéndome las ganas de mandarle un mensaje al belillo, fui observando cómo engordaba, cada vez más, según se iba acercando la fecha del parto. Cuando este era inminente, una noche vino a estudiar a mi casa Cipriano el cual, en la época, estaba en segundo de Medicina, por lo que yo le suponía una cierta pericia en situaciones como esa. Evidentemente, dejamos los libros para estar atentos a la situación y nos pusimos a esperar a que saliera el primer cachorro y a la inmediata ingesta de la placenta por parte de la madre. Cuando se repitió la operación con el segundo, consideramos que el parto iba bien y, quizás por remordimiento, volvimos a los estudios.

Un rato después oímos unos agudos gemidos sin duda provenientes de un cachorro. Al llegar comprobamos que un perrito se había quedado atrapado detrás de la nevera sin ser atendido por su madre, cuya sordera le impedía enterarse de la situación. Así pues, me acerqué y cogí con mi mano aquel precioso cachorro blanco, como todos los dálmatas al nacer, pero que se distinguía por una pequeña mancha negra en el hocico, como un bigote.

Las crías prosperaron, pero eran muchas para una primeriza, así que decidimos complementar su dieta con leche en polvo. Todos los días les llevaba un par de biberones y, antes de abrir los ojos, ya sabían de mi presencia cuando los llamaba para alimentarlos. En su ceguera salían disparados para todos los lados y yo los metía en un cubo para sacarlos uno a uno y amamantarlos. El más inquieto de todos tenía ese bigotito a lo Hitler, así que decidí quedármelo. Obviamente, como hubiera sido de muy mal gusto ponerle el nombre del dictador, opté por hacer de nuevo un alarde de falta de originalidad y lo llamé Pongo. No he tenido un vínculo más estrecho con un perro en mi vida que el que me unía a este animal. Quizás el haber establecido una relación desde su nacimiento pudo influir en ello, pero recuerdo el dolor que sentí en Madrid, donde estudiaba Veterinaria varios años después, al enterarme de su muerte.

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