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Así no hay peligro que podamos ver venir

Nicolás Melini

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Ahora que hemos debido parar, forzados por el virus —pero aún recordamos cómo era todo justo antes del parón—, no sé si ustedes, como yo, perciben el tiempo anterior al día 9 de marzo como una extraordinaria locura. Estábamos desinformados. Nos encontrábamos tan embebidos de un debate cultural desquiciado que ni siquiera los periodistas informaban de lo que se estaba produciendo. Vivíamos en el aire: suspendidos e inconscientes mientras el virus se aproximaba. Estábamos advertidos por lo sucedido en China y en Italia. No es que la información no existiera. No es que la orquesta del Titanic siguiera tocando mientras todo el mundo corría despavorido intentando salvarse, no. El barco se hundía y la orquesta (el Gobierno, la prensa) seguía manteniendo la atención del “público” (nunca mejor dicho), un público embebido en los acordes de un debate cultural mediocre, hecho de identitarismos —maniqueísmos, demagogias y demás mezquindades—. Más que música, mucho ruido.

Si tenemos un poco de memoria para recordar cómo era todo hace apenas unos días, tal vez seamos capaces de percibir lo que nos sobraba entonces, y podamos, mentalmente, separarlo de lo que era indispensable. Tantas cosas eran o hubiesen sido indispensables entonces… Pero indispensable era, desde luego, estar atentos a lo que podía constituir un serio peligro, y no estar tan atentos a lo que no lo era. Por el contrario, no eran indispensables, desde luego, la mayor parte de las disputas sobre las que nos pronunciábamos (bromeábamos, emitíamos nuestras consignas, nos posicionábamos, escribíamos, hacíamos nuestros memes, reíamos, llorábamos, nos manifestábamos, etcétera…) Era un estado de ficción, pero no de la ficción necesaria para entender lo que importa del mundo, sino de la que nos enajena:  un auténtico disparate. No nos conducía a ningún lugar, al menos no a ningún lugar que fuese de interés para el común: más bien nos conducía a esto, a no darnos cuenta del peligro. Nos alejaba de la realidad, estábamos en Babia, atendiendo a pulsiones identitarias, puro narcisismo.

Ya saben que Narciso se encuentra tan embebido en su propio reflejo, que se cae en él y se ahoga. Lo identitario hoy es propio de consumidores, consumimos una identidad y nos ofrecemos como producto de esa identidad. Nos amamos a nosotros mismos por la identidad que representamos, consumimos y vendemos. Ahí estamos, en medio: consumidores y productos y beneficiados de que nos consuman y, por último, complacidos de ser consumidos. Muy poco que ver con la realidad, con la verdad, con el sentido de las cosas. Muchas personas se profesionalizan ofreciendo el crecepelo de su identidad, incluso de una identidad que no es la suya pero queda bien. Los medios de comunicación están plagados de ejercicios identitarios, ya que fidelizan al público. Lo identitario es nicho de mercado. El espectador quiere verse reflejado, busca el reflejo de su identidad. Lo identitario tiene muy poco que ver con la verdad de las cosas. De hecho, lo identitario, incluso cuando concita la aprobación de la mayoría, es del interés de unos pocos beneficiados, deleitados con su propio compromiso. Lo identitario es chiquito, superficial, victimista, egoísta, y, desgraciadamente, en este caso, ha ocultado lo que es mayor, profundo, el victimario real, lo que debía estar importándonos a todos sin excepción; es decir, ni siquiera a la mayoría: a todos sin excepción.

Pero, ¿cómo es posible? ¿¡Cómo puede ser que un debate cultural plagado de identitarismos nos haya ocultado lo que es sin duda de un interés general!? Es sorprendente. Sin embargo no era del todo imprevisible: lo identitario, que suele beber de la victimización de alguna minoría, sin embargo siempre, siempre, pretende que la realidad es la suya, y no aquella en la que se encuentra la mayoría. Al contrario, la mayoría, aún no encontrándose en su lugar, aún no participando directamente de los intereses de la minoría identitaria, debe “ponerse en su lugar” y debe renunciar al lugar que le es propio, el lugar de la mayoría. Porque, si no, corre el peligro de ser tachada de “insensible”: los adjetivos empleados por los activistas identitarios suelen ser más fuertes, más groseros, y estar argumentados maniqueamente de un modo que a la mayoría le resulta complicado obviarlos, y en ese miedo ha estado el común —activistas y dirigentes activistas a favor de identitarismos, y activistas y dirigentes activistas en contra de esos identitarismos—, todos, sin atisbo de lucidez, en el ruido maniqueo de la disputa identitaria.

Así fenece Narciso, mirándose a sí mismo en el estanque. Sólo que, en nuestro caso, es como si Narciso se encontrase liderando a una masa humana ingente: activistas y dirigentes políticos, cada uno en su orilla, inclinados mirándose en el estanque, y todos nosotros inclinados tras ellos.

Así no hay peligro que podamos ver venir.   

Nicolás Melini es escritor. Su última novela, El estupor de los atlantes

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