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Sería tan simple…

Carlos Felipe Martell

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Mi hijo, que está a punto de cumplir dieciséis años, me preguntaba: “Papá, si el Gobierno toma decisiones que afectan a los adolescentes (ley del menor, política de becas, malos tratos familiares...), ¿por qué no me dejan a mí ejercer el derecho a voto?”. Su planteamiento era más profundo de lo que, en principio, parece. La idea de mi hijo conlleva una especie de recriminación velada a su padre, quien suele jactarse de afirmar que el futuro es de los jóvenes. Bajo esta óptica, dado que yo puedo votar y él no, ¿por qué soy yo quien decide su futuro? ¿Por qué elijo yo a los gobernantes de mi hijo?

Reflexioné mucho sobre su reivindicación, sobre su supuesto derecho a elegir representante... o, incluso, sobre su supuesto derecho a no acudir a votar (pero a no votar por decisión propia, no por impedimento legal).

Añadiendo su contribución al saco de mis delirios anti-sistema, ocurrió que dicho saco se llenó hasta el borde. Así que, antes de que empiece a desparramarse su contenido (a través de mi lengua de víbora), trataré de dar un punto de vista algo más comedido de lo que sugieren mis entrañas.

No me gusta el actual sistema. No me gusta votar para que me represente una persona a la que no conozco. No me gustan las democracias enquistadas en un monótono tiovivo, secuestradas por los feriantes que accionan el mecanismo de giro circular. No creo en la honestidad de los políticos que viven de la política; de hecho, no tengo por qué creer. Es más, pienso que desconfiar de ellos es sano para ralentizar y combatir la corrupción.

Sí creo, a priori, en la mayoría de políticos locales, pues son más cercanos y sus actos son más controlables por los ciudadanos; cualquier actitud incorrecta es más fácil de castigar.

Sí creo en el sistema judicial (lo que no quiere decir que crea en las actuaciones de todos los jueces), y a él voy a apelar dentro de dos párrafos.

Fin de la primera parte. La de siempre. Un discurso de lo más manido. Los que vertemos este tipo de opiniones somos acusados de estarnos limitando a criticar el sistema sin proponer alternativas. Es verdad. En eso tienen razón. Es necesario que, además de “destruir” lo podrido, aportemos ideas constructivas. Aquí va la mía, que, aunque no sirva para nada y sólo sea leída por algunas decenas o centenas de lectores, sí quedará constancia escrita de mi derecho a la pataleta con propuesta adosada. La idea es muy simple (seguro que nada original) y la resumo en dos puntos:

PRIMERO: Que los programas electorales tengan la consideración jurídica de contrato y sean vinculantes (posiblemente no lo estoy expresando muy bien, pues poco sé de leyes).

SEGUNDO, VERSIÓN A: Con cada año transcurrido de legislatura, el Gobierno tiene que haber cumplido un veinticinco por ciento del programa electoral. Si no lo hace, se convocarían nuevas elecciones y el partido (o la coalición) gobernante no podría presentar candidaturas.

SEGUNDO, VERSIÓN B: Si, transcurridos los cuatro años de legislatura, el Gobierno no ha cumplido su programa electoral (la idea podría flexibilizarse, por ejemplo exigiendo cumplir un ochenta por ciento del programa), no podrá volver a concurrir a las siguientes elecciones.

Un sistema judicial no manipulado es el único garante que puede acabar con la tomadura de pelo con la que, por imposición, vivimos. Esta idea, además, obligaría a los partidos a elaborar sus programas electorales planteando objetivos que realmente puedan conseguir, por lo que serían programas exentos de toda la fantasía y las mentiras habituales; obligaría al votante a leerse los programas electorales de cada partido, a confiar en ellos y a votar en consecuencia, pues dichos programas son de obligado cumplimiento. Como postre, no tendrían sentido los absurdos mítines preelectorales. Al fin y al cabo, amigo político, es el contrato, tu programa, quien te obliga; la historia ha demostrado que, a las palabras, se las lleva el tiempo.

A mi hijo, al menos, le encanta esta idea y la quiere para su futuro.

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