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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Escapada a Marruecos: del Pico a las puertas del desierto

Alfombras tradicionales bereberes. (Cedida a Canarias Ahora)

Eva González

Marrakech —

Dejamos la inmensidad del Atlas, descendemos del Pico del Toubkal y nos llevamos los colores, la apacible soledad del paisaje. Volvemos a atravesar las montañas, los bereberes encaramados en sus riscos, sus pequeñas poblaciones, nos acompañan los vuelos de las alfombras colgantes en cualquier parte, las gallinas, las cabras… Descendemos de lo alto para acercarnos a la costa, bastante más cálida y bulliciosa, dispuestos a perdernos en los zocos y las medinas, alma y alegría de Marruecos. No sabemos cómo sonará la plegaria del islam desde las mezquitas de las ciudades, salmo monótono que hace estremecer. Aquí, en lo alto del Atlas, donde estamos se pierde la voz que sale de las mezquitas, aquí arriba no llega, no la oímos, aunque así, en silencio continúan atravesando incluso los paisajes no descritos.

Como en la vida, hay que saber subir y bajar si queremos disfrutar de lo que ella ofrece y no quedarnos encaramados a nada. No por falta de belleza nos vamos, nos vamos porque toca seguir el viaje. Y la vuelta siempre nos da el reverso de la moneda, da igual que sean dírhams o euros. Veníamos con la cara y las ganas de conocer, descubrir y nos volvemos con la cruz en alza, de haber llegado a la cima, todos y cada uno de los viajeros que vinimos. Observo con la intensidad de la despedida una tierra sobre la que no sé si volveré a caminar y recopilo en cada paso lo que ya no quedará jamás en el olvido. Sé que existe y ha merecido la pena y eso es lo que me llevo. La experiencia. La montaña y el paisaje que, espero otros muchos puedan disfrutar. Mientras bajamos me vienen sabores e imágenes a la memoria, no sólo de hoy, sino de los cuatro días que llevamos ya en tierra magrebí. El té a la menta, las naranjas recién exprimidas, las aceitunas con un toque diferente al que estoy acostumbrada.

Ya se empiezan a atisbar construcciones, comienza a haber signos de vida, las alfombras ondean como banderas de colores colgadas en las ventanas o en las fachadas. Cada uno de nosotros va rumiando la experiencia, no hay mucho diálogo aunque las caras son de sosiego, se nos escapa alguna leve sonrisa cuando cruzamos las miradas. No hay mucha expresión, supongo que asimilando lo vivido, pero estamos contentos, se palpa.

Mientras atravesamos algunas de las casas ya llegando de nuevo al Valle de Imlil nos encontramos un taller de alfombras, un oficio laborioso muy practicado por los bereberes; el señor que custodia la tienda me invita a entrar, muestra el telar. “Las mujeres bereberes tejen estas alfombras a mano, nudo a nudo”. En su cultura se trata de una tradición que se transmite de madres a hijas. A través de sus motivos y dibujos las mujeres vuelcan situaciones de la vida cotidiana, contienen un gran simbolismo. La lana que utilizan es virgen y con tintes cien por cien naturales extraídos del azafrán, la mimosa, la henna, la granada…

Según salgo de la tienda, sube una mula de la que tira un hombre y en su lomo una mujer, va en dirección al Toubkal, puede que vayan al santuario, no le pregunto pero sí muestro interés por los dibujos con henna que decoran su cuerpo. Las mujeres bereberes frecuentemente hacen uso de estos tatuajes no sólo como signo de decoración sino como talismán protector para las personas que los llevan. Los bereberes se tatúan de distintas formas, sin embargo son muy comunes la cruz, los círculos y las líneas paralelas. Para ellos tiene un significado social muy especial. En la mujer también se usa como requisito prematrimonial considerándose como mal presagio el que se case sin haber sido tatuada.

Seguimos el descenso hasta la casa de Omar, nuestro guía, en la que pasaremos la última noche antes de partir a Essaouira, conocida por la antigua denominación de Mogador. Desde la azotea de la casa de Omar, mientras degusto un té de limón con hierbabuena y espero la hora de la cena diviso el Valle y las rocosas montañas donde se refugiaron los bereberes de la ofensiva de los árabes. Emociona estar aquí, un lugar seguro en la inmensa y desconocida geografía norteafricana, donde como cuentan algunos libros puedo comprobar que hoy siguen asentados algunos de ellos. Las batallas que tenían lugar en las llanuras solían acabar con la victoria de los conquistadores, expertos en las guerras en terrenos sin dificultad para el caballo, por eso eligieron este sito, hermoso, lleno de recovecos y desniveles. Con el paso del tiempo, el islam penetró en estos terrenos de una manera pacífica, basándose en la enseñanza de las zauías (escuelas religiosas) instaladas en medio de las montañas. De esta forma los usos y costumbres de los autóctonos no se vieron amenazados por los musulmanes que aceptaron convivir junto con los bereberes, respetando su forma de vida.

Me llaman para cenar, la comida está lista. Bajo al comedor con miles de preguntas en la cabeza, siendo este lugar y estas gentes el origen de los canarios ¿cómo no hemos recibido información y estamos tan desconectados de ellos, hasta el punto de sentirnos aquí como en otro mundo, y aún asombrándonos con las similitudes que a fuerza de existir saltan a la vista de cualquiera? Me encuentro con la cena en la mesa, así es y así nos lo hemos comido.

El pico Toubkal quedó atrás, el camino sigue

Estamos cansados, agotados, reponemos fuerzas pero no nos iremos a descansar sin hacer la clase de yoga. Una vez finalizada y con el cuerpo y la mente a tono nos reunimos en la azotea a intercambiar impresiones. Katia, su alegría y ligereza contagian, es de Palestina, confiesa que vino al viaje para subir el Toubkal, pero ha encontrado que el pico fue “nada”, lo que le ha impresionado ha sido el camino, la experiencia. “Mi mente estaba serena, clara, vacía durante estos días, receptiva a lo que hemos estado viviendo”. Antonio, otro de los compañeros asegura que le costó. “No me resultó fácil, pero al final la constancia te lleva a donde quieras”. Antonio hace un año tuvo un accidente en el que se partió la clavícula y perdió la movilidad de uno de los brazos, se involucró en esta aventura aún en proceso de rehabilitación. “He hecho un gran esfuerzo y he pasado miedo, pero creo que la montaña los ha absorbido. Yo suelo viajar solo y estar con gente me ayuda a relacionarme y a compartir. En un mundo donde vamos cada vez más rápido y al final mucha gente tiende a tomar ansiolíticos, esta experiencia me parece reconfortante”. Jaime es la séptima vez que viaja a Marruecos en seis años y cada vez que viene sube al Toubkal. “Subir la montaña me parece un reto personal, me hace superar miedos y verme solo me ayuda a conocerme. Por mucho que nos animemos y nos apoyemos, al final estamos solos. Es curioso observar los pensamientos que te vienen a la cabeza, al menos a mí, ”¿Qué haces aquí?“, estarías mejor en tu casa, no vas a poder…Tienes que tener la fuerza para decir, ”No. Sigo“. Este es mi camino y voy a seguir. Siempre me parece diferente, no sé qué tiene esta montaña que me cautiva y la gente…es un pueblo que te pone en tu sitio. Estamos acostumbrados a no apreciar las cosas sencillas de la vida y aquí las valoras”.

Nos llevan los alisios

El madrugón no se lo salta nadie, nos vamos a la playa, a Essaouira, la conocida por la ciudad del viento por ser abatida por los alisios, que tan bien conocemos los canarios. Unos más que otros estamos deseosos de tomar una cervecita bien fría, no es vicio señores, son las costumbres que siempre hay que respetar. Cinco horas de guagua y nos instalamos en La caverna de Alí Babá, un riad en el interior de las murallas de Essaouira. El riad, que en árabe significa jardín, se define por un patio interior, alrededor del cual se distribuyen las habitaciones y algunas zonas comunes. Es precisamente este patio interior el que suele caracterizar el alojamiento, y suele estar decorado con mosaicos y plantas e, incluso en alguna ocasión, referencias al agua, como una fuente o una piscina. Suelen tener dos o tres plantas como mucho, y disponen de un reducido número de habitaciones (alrededor de cinco).

Salimos a la calle, las caras, las pieles morenas, las expresiones tan diferentes, las gaviotas volando bajo, la playa extensa y ancha, caballos, camellos, acróbatas y el puerto. Un puerto donde se comercia, se pasea, los jóvenes se lanzan desde lo alto del muelle, se vende y se limpia el pescado allí mismo. Es un puerto fortificado, situado al sudoeste de la Medina que rezuma vida. Desde él, las sensaciones pueden ser varias y contradictorias. Si miras al frente, ves la isla de Mogador donde aún quedan restos de lo que fue una prisión, hoy sobrevuelan sus ruinas miles de aves entre las que domina la especie Halcón de Eleonora. Essaouira es una ciudad de ochenta mil habitantes, la verdad es que se ve tránsito, nos adentramos en la Medina, hoy en día declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. En los cientos de puestos y tiendas destaca la orfebrería, marquetería y ebanistería. Trabajan mucho la thuya, un tipo de madera procedente de la familia del ciprés además de otros tesoros como el aceite de Argan.

Durante el paseo por la Medina pierdo la noción del tiempo, cada tienda es una pequeña porción de una tarta del mil sabores que van desde las especias, como la canela y la cúrcuma, a objetos de madera, diseños y cuadros de artistas anónimos, objetos antiguos y perfumes. Entro en una tienda de especias y el chico que atiende me habla de la cantidad de artistas que viven en Essaouira, “aquí no son conocidos, no quieren serlo, no se preocupan de la fama, hacen y ya está. Hay muchos poetas, dibujantes, escultores y músicos”. Explica que la ciudad fue construida en el siglo XVIII por un arquitecto francés. “Gran parte de lo que hoy se ve es el resultado de un curioso experimento. En 1756 el sultán Sidi Mohammed ben Aballah encargó a un arquitecto francés, Theodor Cornut, la creación de una ciudad adaptada al comercio con el extranjero. El sultán apreció mucho los trabajos del arquitecto francés hasta el punto de denominar a la ciudad Essaouira (bien diseñada, en árabe)”.

Desde entonces muchos artistas extranjeros han sucumbido a sus encantos, entre la lista Frank Zappa, Orson Welles, Jimmy Hendrix y muchos otros que sentían que Essaouira era un lugar más que terrenal, una inspiración para el espíritu.

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