Abuelo

Imagen de archivo de dos personas dándose la mano.

María Neupavert

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Agarré su mano. La sostuve entre las mías sin ninguna finalidad específica, solo porque necesitaba sentir el tacto de su piel, algo reseca a estas alturas de la vida y repleta de pequeñas manchitas, sutiles testimonios gráficos del paso del tiempo. En realidad, no habría sido necesario decir nada más. Podría haberme aferrado a aquella parte de su cuerpo sin ninguna otra explicación, sin ningún otro motivo que el de hacerle saber que yo estaba allí, a su lado. Sin embargo, una especie de vergüenza pueril se apoderó de mí y, en un intento absolutamente innecesario de justificar aquel gesto, le dije que tenía una manicura perfecta, cosa que, por otro lado, era cierta. Él sonrió, echó un vistazo a sus uñas y confirmó lo que ya sabíamos. “Sí, hace muy poco que tu tía me las cortó”. 

Era un día raro. La noche anterior, el Presidente del Gobierno había anunciado el estado de alarma y yo debía coger esa misma tarde un vuelo que me devolvería a casa. La televisión, encendida, anunciaba una próxima comparecencia en la que se explicaría a la población cuáles iban a ser las medidas concretas a adoptar. ¿Despegaría mi avión o me vería obligada a quedarme en tierra? ¿Pasaría la cuarentena entre mis libros, en mi sofá, o por el contrario tendría que adaptarme a vivir allí, en el pueblo materno, en esas paredes que tantos recuerdos me traían, en donde tantos momentos de mi infancia había vivido? Ahí afuera, en el mundo que nos llegaba a través del telediario, la humanidad entera libraba una batalla contra una pandemia letal. Mientras, aquí todo permanecía en esa sempiterna quietud tan características de los lugares donde el tiempo parece haberse detenido. En la plazoleta no había niños jugando. Los geranios que adornaban las casapuertas de los vecinos continuaban creciendo al mismo ritmo pausado de siempre y los limoneros ofrecían su cara más sublime, cargados de azahar y de frutos a partes iguales. El silencio, a ratos, era atronador.

Mi abuelo seguía sentado en su butacón, un sillón enorme, mecánico, que se movía acompasadamente cada vez que se accionaba el pequeño mando que traía incorporado, estirándose como una lengua de camaleón o replegándose como la trompa de una mariposa para facilitar el gesto de levantarse y de sentarse, tan sencillo para algunos y tan complicado para otros. Sus piernas estaban ligeramente cubiertas con la tela de la mesa camilla, símbolo universal de la sociedad andaluza, no porque hiciera frío, sino por mera costumbre. “Come algo antes de irte, ¿no? Y prepárate un bocadillo, que si no vas a pasar hambre hasta que llegues a Canarias”, sentenció, cuidándome incluso sin saberlo, por pura inercia. Yo le hice caso solo en parte, y me dispuse a llenar mi estómago con algo que aplacara el enorme vacío y la angustia que sentía en mi interior. Al rato, el reloj me anunció que era momento de partir. Cogí mis maletas. Le dije que se quedase en casa, que todo pasaría pronto. Tenía a su lado a mi madre que lo cuidaría y le haría compañía, buenas provisiones, televisión por cable para ver películas del oeste y una botellita de vino fino que, si bien no supliría sus ratos de ocio en la tasca jugando al dominó, sería un buen placebo para continuar disfrutando de esos pequeños placeres que llegados a cierta edad dan sentido a la vida. Cogí mis maletas y lo besé y lo abracé, como cada vez que nos despedíamos, porque no sabía cuándo podría volver a verlo. Rememoro ese último instante y me siento un poco culpable, como si hubiera estado a punto de cometer un homicidio involuntario en grado de tentativa. Pero era apenas 14 de marzo y todavía no imaginábamos nada, no sospechábamos hasta qué punto los besos y los abrazos iban a convertirse en un bien de contrabando, en actos revolucionarios, peligrosos.

Han pasado 12 días desde aquella escena. En este lapso de tiempo, la humanidad ha continuado librando esta particular batalla. Cada vez más cruda, cada vez más abismal, cada vez más demoledora. Las bajas se cuentan por decenas de miles, aunque no hay cifra que pueda reflejar el dolor inmenso de una sola de las pérdidas. Las víctimas, en su mayoría, son coetáneos de él, de mi abuelo, y yo no puedo dejar de pensar en esa angustia terrible que debe embargarles cada vez que encienden la televisión o sintonizan la radio y oyen datos y estadísticas y nuevas investigaciones que los sitúan como los más vulnerables, los más débiles, esos seres indefensos a los que hay que proteger y cuidar por encima de todo.

Escribo ahora desde casa. Mi abuelo continúa en su sillón, absorbido por ese resorte que lo atrapa durante horas, viendo sus películas del oeste y tomando su copita de vino fino antes de almorzar. 91 años y es tan poco lo que necesita para ser feliz. Hablo con él casi a diario. En su mirada y en su ánimo percibo que a ratos se le hace cuesta arriba este encierro, aunque la incertidumbre, el miedo a respirar otro aire que no sea el que hay dentro de sus cuatro paredes, lo mantienen bien protegido, a salvo de virus y pandemias. Y es entonces, en el transcurso de estas breves conversaciones, cuando me percato de que no. Me doy cuenta, en un fugaz arranque de clarividencia, de que las mayores víctimas de toda esta locura no son ni serán ellos. Porque al final somos nosotros los que quedaremos huérfanos de historias, vacíos de ejemplos de resiliencia y de ese estoicismo inquebrantable que solo se consigue con los años, despojados de abrazos y de la ternura infinita que se despliega en el silencio más cotidiano.

“Bueno, abuelo, cuídate y no salgas. Hasta mañana”, le digo. Y en mi interior una vocecita continúa… “que todavía nos queda arrancar a jirones la vida, alzar la copa para brindar, viajar a la playa, disfrutar mil instantes. Que todavía tengo 528 caricias y 1 abrazo pendientes de dar.”

“Hasta mañana”, responde, colgando el teléfono. Hasta mañana...

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