Ni peligrosas ni delincuentes: el proceso de legalización de la disidencia sexual y de género en la España de la transición

Pancarta en un mitin del Colectivo Canario de Hombres y Mujeres Homosexuales en 1979

Víctor M. Ramírez

Las Palmas de Gran Canaria —

Se cumplen este mes 40 años de la aprobación de la Constitución Española y también de la reforma (1) de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social que eliminó a los que realizaran actos de homosexualidad, en términos de la ley, del catálogo de peligrosos sociales. Es, por tanto, un momento idóneo para analizar el proceso que permitió a las disidencias sexuales y de género ser legalizadas durante el proceso transicional, tras otros cuarenta años de represión franquista.

Habitualmente se identifica esta legalización con un momento determinado, como fue la citada reforma de la ley de peligrosidad social. No obstante, la legalización de la disidencia sexual fue un proceso más complejo y largo en el tiempo que no concluye, sino que más bien comienza, con la mencionada reforma.

Durante los años de la transición el movimiento LGTB tuvo que hacer frente a las leyes que se aplicaron a lo largo de la dictadura para reprimir a la disidencia sexual y que continuaron vigentes a la muerte del dictador. Estas normas fueron fundamentalmente dos: la primera, el Código Penal, que si bien no contemplaba expresamente la homosexualidad en su articulado, se consideraba incluida en el artículo 431 de dicho texto que regulaba el delito de escándalo público. Esta figura delictiva consideraba penalizable aquellas acciones que “de cualquier modo ofendiere el pudor o las buenas costumbres con hechos de grave escándalo o trascendencia”. La moral nacional-católica del régimen franquista consideraba moralmente repugnantes los actos de homosexualidad por lo que dichas prácticas, aunque hubieran sido cometidas en privado, eran tenidas por delictivas en virtud de este artículo y sus autores eran juzgados y condenados si los hechos trascendían al conocimiento público.

Las otras leyes utilizadas para la represión de la homosexualidad fueron las aprobadas en virtud de la doctrina de la defensa social. En desarrollo de este principio, en el año 1933, durante la II República, se aprobó la Ley de Vagos y Maleantes que no recogía en su texto ninguna referencia expresa a la disidencia sexual, pero que en el año 1954 fue reformada por el régimen franquista para incluir a la homosexualidad en su artículo segundo. No se trataba de una ley penal, desde el punto de vista de que no tipificaba delitos y sus correspondientes penas, sino que categorizaba una serie de situaciones subjetivas como de “peligrosidad social”. La ley determinaba que, dado el estado de determinados sujetos, estos tendrían gran probabilidad de cometer un “daño social”, concepto más amplio que el puramente delictivo. Según el preámbulo de la propia ley de 1970, esta se aprobaba por la “necesidad de defender a las sociedad contra determinadas conductas individuales, que sin ser, en general, estrictamente delictivas, entrañan un riesgo para la comunidad”. Por poner un ejemplo clarificador, el alcoholismo no era considerado per se un delito, no obstante los ebrios habituales eran considerados peligrosos sociales por los indeseables efectos que su adicción podían traer a su entorno familiar, social, laboral, etc. De este concepto de peligrosidad se deriva la necesidad de rehabilitar al peligroso mediante una serie de medidas previstas en la ley con el objetivo de “rescatar y reeducar al hombre para la más plena vida social”, según el preámbulo de la misma. A partir de la reforma del año 1954 las personas homosexuales deberían ser objeto de esta reeducación o de “curación” de su “perversión sexual”.

Por tanto, estas dos normas incidían en la disidencia sexual desde dos perspectivas diferentes: la penal, con su consecuente condena, y la de defensa social, con sus medidas rehabilitadoras como presunto instrumento de inserción social. No pretendo con esto suavizar el efecto que las leyes de peligrosidad producían en las disidencias sexuales – y en el resto de supuestos previstos en la ley –. Más al contrario, la realidad nos pone de manifiesto que estas leyes fueron, en la práctica, utilizadas como un medio de represión más, como un instrumento que criminalizaba a la disidencia sexual desde una perspectiva más amplia que la puramente penal. Estas leyes se unieron al código penal configurando un doble sistema de control de la disidencia sexual que multiplicaba sus efectos, añadiendo a la condena penal un aparente sistema de rehabilitación que, en la práctica, era una segunda condena durante la cual, además, no eran aplicables los posibles beneficios penitenciarios que sí lo eran a los delincuentes condenados (2). Esta doble criminalización, que pone de manifiesto la perversa utilización de leyes rehabilitadoras con fines puramente represivos, profundiza precisamente la ignominia del sistema represivo de la dictadura.

Se evidencia, por tanto, el hecho de que las leyes de peligrosidad social no fueron las únicas que reprimieron a los homosexuales a lo largo del franquismo y que la derogación de la ley de peligrosidad social en el año 1978 no significó la legalización de la homosexualidad durante la transición. Dicha derogación implicó la eliminación de la consideración de la disidencia sexual como un peligro social, pero no de su carácter delictivo, ya que el delito de escándalo público, como veremos, continuó aplicándose durante prácticamente una década más.

En este punto hay que añadir un término más a la ecuación: la aparición de los movimientos de liberación homosexual en el panorama de los movimientos sociales de la época. La publicación del proyecto de ley peligrosidad social en el año 1970 promovió la aparición de un nuevo sujeto político, si bien en la clandestinidad, en la España franquista. Ante la inclusión de la homosexualidad en dicho texto, un grupo de activistas catalanes iniciaron un proceso de movilización para, desde las catacumbas del activismo y con la ayuda de colectivos franceses, intentar evitar dicha mención la nueva ley. Este movimiento clandestino emergió durante los primeros años de la transición, visibilizando una lucha en la que la derogación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social y el delito de escándalo público eran objetivos fundamentales. El Front d'Aliberament Gay de Catalunya (FAGC), fue la asociación de referencia durante esos años y la legalización de la misma se convirtió en un inesperado campo de batalla durante los últimos años de la década de los 70.

El FAGC inició su proceso de legalización en el mes de diciembre de 1978, recién aprobada la Constitución. Este acto suponía un reto al nuevo régimen constitucional que, sin embargo, respondió inicialmente con la inercia de la homofobia dictatorial: el Ministerio del Interior, en enero del año siguiente, denegó la legalización alegando la incompatibilidad de los fines de la asociación con el artículo 431 del Código Penal, el mencionado delito de escándalo público. El mantenimiento de una interpretación profundamente homófoba de dicho artículo por el recién estrenado sistema constitucional ponía en evidencia el hecho de que la legalización de la homosexualidad no era aún un hecho consumado, a pesar de la modificación de la ley de peligrosidad social, y de que el nuevo sistema no consideraba a las disidencias sexuales como dignas de ser sujetos del conjunto de derechos y libertades recogidos en la nueva y flamante Constitución.

Ante tales hechos el FAGC interpuso el correspondiente recurso y con el apoyo de una importante campaña que implicó a colectivos, un numeroso grupo de corporaciones locales catalanas y de la International Gay Asociation (IGA) (3), por fin, el 16 de junio de 1980, el Gobierno de Adolfo Suárez admitió su legalización, dándose un segundo paso en este proceso.

Otro acontecimiento a tener en cuenta, en relación con la legalización de la disidencia de género, se refiere a los avances que durante los años transicionales afectaron a los derechos de las personas transexuales. Una modificación del Código Penal, del año 19834, eximió de responsabilidad penal, entre otros supuestos, a la “cirugía transexual realizada por facultativos”, hasta ese momento penalizadas al ser consideradas un delito de lesiones por causar la esterilidad. Este nuevo avance despenalizador propició que las personas transexuales comenzaran a acudir a los tribunales a solicitar el reconocimiento del “cambio de sexo” con respecto al cambio la inscripción registral del nombre y del sexo, iniciativa que culminó con una Sentencia del Tribunal Supremo del año 1987 que reconocía por primera vez el derecho de una mujer transexual al cambio de nombre. Con todos los cuestionamientos que pueda hacerse la sentencia – que se refería a la afectada como “una ficción de hembra” que, en cualquier caso debería ser protegida por el Derecho –, tanto la modificación de la norma penal de 1983 como la sentencia de 1987 supusieron un importante avance de los derechos de las personas trans, que sin embargo no obtendrían una ley que regulara estas cuestiones hasta dos décadas más tarde (5).

Como se ha indicado, la utilización del delito de escándalo público como argumento para negar legalidad a las organizaciones homosexuales de la época es una muestra de que la consideración de las personas disidentes de las normas imperantes sobre el sexo/género no se consideraban dignas de ser sujetos de los más esenciales derechos fundamentales. Podían ser legalizadas sus organizaciones, pero sobre sus componentes pendía aun sobre sus cabezas la espada de Damocles del artículo 431 del Código Penal. Artículo que, aunque de manera quizás menos frecuente que en otras épocas, aún se aplicaba para reprimir las prácticas homosexuales.

Así, por ejemplo, una sentencia del Tribunal Supremo del año 1980(6) aborda el caso de dos jóvenes de 25 y 32 años de edad que, a las dos de la madrugada habían aparcado un coche en un camino para mantener prácticas sexuales, donde fueron sorprendidos por la Guardia Civil. En el juicio de primera instancia se condenó a ambos procesados por el delito escándalo público, sentencia posteriormente confirmada por el Tribunal Supremo. Hubo que esperar al año 1988 en el que, una modificación parcial del Código Penal (7) derogó dicho delito. Este hecho que culminó, ahora sí, el proceso de legalización de las disidencias sexuales y de género en España.

Se puede concluir, por tanto, que la legalización de la disidencia sexual en España fue un proceso progresivo que duró prácticamente una década. Su desarrollo se encontró con las reticencias de un sistema democrático recién inaugurado que mantenía aún muchos de los tics LGTB-fóbicos del régimen dictatorial. La comunidad LGTB no fue un sujeto al que se tuvo en cuenta durante los años transicionales de tal manera que el proceso de legalización tuvo que ser impulsado por los colectivos, incluso desde una posición de ilegalidad. La reforma de la ley de peligrosidad social en el año 1978, que eliminó la homosexualidad de las categorías de peligrosos sociales, significó el inicio del proceso. Tras este paso, la legalización de los colectivos a partir del año 1980 permitió que estos continuaran con su tarea reivindicativa desde posiciones más fuertes y seguras. Pero a la legalización colectiva no siguió pareja la consideración de los derechos individuales. Las persona trans tuvieron que esperar a la reforma del código penal de 1983 y a una sentencia del Tribunal Supremo de 1987 para ver reconocido, aunque de manera precaria y a través de complejos y humillantes procedimientos judiciales, su derecho al reconocimiento de su identidad en el ámbito registral. Por fin, la derogación del delito de escándalo público en 1988 permitió a la comunidad LGTB sentirse aliviada ante la eliminación de la posibilidad de ser sorprendidos in fraganti en un acto sexual y ser procesados por tal delito. Esta última reforma llegó, además, en un momento crucial para la comunidad LGTB, en el que el SIDA hacía sus estragos. La epidemia del VIH tuvo nefastas y trascendentales consecuencias para la disidencia sexual y de género, a la que plantearía nuevos retos y perspectivas que se habrían de abordar en los años y décadas siguientes. Esta vez, sí, desde la legalidad, aunque no desde una verdadera igualdad legal y social, objetivo aún pendiente de alcanzar.

Etiquetas
stats