EL CRONISTA ACCIDENTAL

Una protesta incívica

Protesta en Las Palmas de Gran Canaria contra la gestión de la pandemia por parte del Gobierno de España convocada por Vox

Juan Manuel Bethencourt

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La dirigencia de Vox quiso celebrar el sábado con una ruidosa protesta motorizada en las calles de las capitales españolas. Y ruidosa fue, pero solamente eso, porque desde luego no fue numerosa: 6.000 vehículos en Madrid, donde se produjo la concentración de mayor enjundia, no es una cifra como para sacar pecho atendiendo a convocatorias precedentes organizadas por partidos de la derecha española. Comparada con la que dio pie a la foto de Colón, o a las que el PP promovió junto a los obispos en contra del matrimonio homosexual (sí, eso ocurrió en España, hace ahora justo 15 años), la caravana de coches de Vox no deja de ser una excursión urbana. Pero más allá de su relevancia numérica, la protesta a cuatro ruedas resultó profundamente antipedagógica. Unas ciudades que por culpa de la pandemia de coronavirus han redescubierto el espacio compartido como un lugar propicio para el sosiego se vieron de repente invadidas por el tráfico saturado y el ruido. Y en tiempos en los que se habla de coexistencia entre vehículo y peatón, de reducción de la velocidad permitida en ciudad, de supermanzanas para propiciar la economía de proximidad, llega un partido político para recordarnos que su apuesta es el coche y el ruido. Y sus líderes se suben a una carroza antes de pronunciar discursos ininteligibles, opacados por el estruendo que ellos han promovido.

Vox creció de modo fértil a lomos del conflicto político catalán, que constituyó sin duda una ocasión única para un partido político entendido como reactivo al proyecto secesionista. La sentencia del procés, los disturbios que la siguieron y la convocatoria de elecciones unas semanas después -el mayor error político de Pedro Sánchez, de mucho mayor calado que el absurdo pacto con Bildu perpetrado el pasado miércoles en el Congreso- supusieron una ventana de oportunidad que el partido dirigido por Santiago Abascal aprovechó sin apenas esfuerzo: para qué hacer campaña cuando ya te la hacen tus adversarios. El paso del tiempo confirma la inexistencia en Vox de un corpus intelectual capaz de proyectarlo como alternativa en la derecha del espectro político español. En estos momentos lo único que hace Vox es agitar el árbol para que el PP recoja los frutos del descontento provocado por la situación de la España pospandémica y los errores e insuficiencias de un Gobierno central desorientado, que cambia de discurso cada semana y se mueve por impulsos derivados de los acontecimientos. Por cierto, este fin de semana el manual de comunicación de la Moncloa recomienda elogiar a los empresarios, pero no como un ejercicio de convicción, sino porque se levantaron de la mesa del diálogo social, la bala de plata que, junto al auxilio europeo, puede permitir a Pedro Sánchez embridar la legislatura. En estos momentos son dos ministras de perfil casi opuesto, Nadia Calviño y Yolanda Díaz, las garantes del buen hacer en el terreno económico, que se impone cada día que pasa como prioridad en la agenda política nacional. Así que más feminización de la política, por favor.

Hemos apenas iniciado un baile sinuoso en el que nos jugamos el futuro: contener la pandemia en un país ansioso, necesitado de abrir las puertas por razones económicas, sociales y hasta psicológicas. Este ejercicio sin precedentes, sin apenas margen de error, nos convoca a todos a un esfuerzo de responsabilidad mucho más importante que las frivolidades auspiciadas por líderes de bajo nivel. La caravana de Vox es también la caravana de la incompetencia, porque Abascal y los suyos ni siquiera pueden apelar a una gestión solvente de la pandemia a cargo de sus referentes políticos, caso de Trump y Bolsonaro, claramente señalados como los peores ejemplos de esta crisis. Ni el coronavirus se combate bebiendo lejía ni la libertad presuntamente robada se recupera a lomos de un 4x4 por las calles de una ciudad canaria.

La escena del pasado sábado evidencia a Vox como un representante inútil del pasado, un pésimo intérprete de estos tiempos, que en el colmo de la torpeza se erige en portavoz de los más acomodados, y no de esas clases populares en las que sí han captado apoyo otros partidos de derecha radical europea. Les admito que de la protesta en Santa Cruz de Tenerife sólo percibí el ruido de las bocinas. Ayer sábado estuve de paseo por un barrio de la capital tinerfeña en el que los problemas siempre existieron (paro, viviendas y espacios públicos deteriorados, pérdida de tejido productivo local) y ahora son aún más acuciantes. Un amable farmacéutico, uno de esos españoles de verdad que no necesitan exhibir banderas para dar lecciones de ciudadanía, me alertó sobre las colas para recoger alimentos en la sede de la asociación de vecinos. Si alguien quiere conocer la respiración de un barrio humilde, que hable con los tenderos, los farmacéuticos, los curas. A los vecinos de este barrio chicharrero su condición de olvidados les permitió, eso sí, ahorrarse un ejercicio de incivismo motorizado que buscaba la relevancia que solamente otorga el centro.

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