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Almohadas y piedras

A

Fer D. Padilla

Esta es la historia de un sábado en Absurdistán. Ocho y cuarenta minutos de la tarde. Un congelado sol en las nubes cuenta sus últimos momentos del día y Alguien corre por la ciudad, mochila a la espalda. No se le espera. No llega tarde a ningún sitio. Aun así, las casas unifamiliares apostadas a lo largo de la calle lo ven pasar. Puestos durante décadas, ladrillos sobre otros tantos ladrillos contemplan sus zancadas, ahora faltas de fe, golpeando la calzada con sus ganas de ir cada vez más rápido, de estar cada vez más cerca.

Alguien llega a una arena incendiada de alegría, con su cabeza llena de sueños. Sus ojos despiertan a la vida al saltar a un huracanado mar de luces, de mil colores, de una corriente de sonidos que despiertan el alma, lo hacen saltar y reír pero ese mar también trae susurros de lágrimas y recuerdos sobre personas y lugares que ya no están.

Alguien ve ríos de gente y siente los amigos que esperan a que esta vez sí -por fin- llegue.

Porque al final todo se divide entre lo que está y lo que desaparece.

Lo que llega y lo que jamás existirá.

Lo que permanece y lo que murió.

Aparecen más luces, multiplicadas, y la velocidad se dispara en un viaje interdimensional que ni sabe dónde lo llevará ni tiene intención alguna de averiguarlo.

Alguien vive en una noche demasiado larga, en la que parece llevar años sin dormir, en un eterno veintiuno de septiembre. Un relato que casi nadie sabe o no entiende del todo... Mejor así. Alguien escribe un cuento de sonrisas torcidas, de planes a los que no pudo llegar, de personas que no le pudieron esperar y se ve, al igual que en otros mil momentos pasados, solo. La única diferencia es que esta vez sí lo siente. “No es culpa de nadie, simple mala suerte”, se repite.

A Alguien no se le ocurren bromas que hagan reír, ni canciones que ya le hagan desconectar. Todos los trucos se le quedaron viejos, dejando paso a una galopada igual que la del principio, pero con la diferencia de que los ladrillos de aquellas casas han perdido la forma y las calles se han cambiado por el correr entre los qué te pasa y los qué serio estás.

Alguien tiene dos vidas remendadas que intenta no solapar -regla número uno: las cosas buenas nunca deben serlo-. Alguien recuerda todos los mensajes desaparecidos, cada uno de los fotogramas vividos y plasmados, cada desplante sufrido sin derecho a hoja de reclamación. Se ha acostumbrado a los caracteres, a escribir que todo va bien, a que su voz a veces le suene ajena. Quiere gritar y descubre que algo ahoga ese sonido que ahora incluso detesta.

Alguien encuentra a algunos que valen la pena, pese a que sean, como todo, aves de paso -regla número dos: a las personas que merecen la pena realmente aquí no se les toca.

Por esto y por todo, Alguien enmudeció, llegó a casa y decidió escribir una historia sobre lo que siempre lleva en su mochila: almohadas, que apoyan sus sueños sin entenderlos, y piedras, que le entorpecen el paso. Pero en Absurdistán, esta república paralelamente ilógica, las piedras pueden ser ligeras como almohadas y las almohadas estar rellenas de pura roca. Depende del día. Y esta es, sin duda, la historia de un día cualquiera. Uno de esos en los que Alguien se pregunta qué demonios pinta aquí.

Así que no queda otro remedio que acudir a la tercera y última regla: pinta lo que quieras, como y cuando te apetezca. Al fin y al cabo, cada uno es su Alguien, su propio narrador, el pintor de su propia obra. Y con suerte podrás dormir y despertarte otro sábado a las ocho y cuarenta minutos de la tarde.

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