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Ambrosía sabor café

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Cristina Quirantes

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Desde hace siete años recorro todos los días esa calle, y muchas veces entablamos conversación. Un intercambio de palabras sin importancia pero que a mí me llena de vida. Resulta macabro, porque es justo lo que se te escapa con cada suspiro. Y es que desde el primer momento supe que todos los días la vida te reta a un pulso, mientras la muerte se entretiene desdibujando tu futuro.

Todos sabemos que tenemos fecha de caducidad, que nuestro fundido en negro tendrá el mismo final, pero se sobrevive mejor sin la presión del cronómetro reflejado en el espejo todas las mañanas. Dicen que la muerte está tan segura de su triunfo que te deja toda una vida de ventaja. Pero algunas veces, aun conociendo su indiscutible victoria, juega sucio y reparte una mano de cartas trucadas, una ventaja bichada. Y eso fue lo que te pasó a ti, te quedaste sin comodín y sin posibilidad de hoja de reclamaciones.

La enfermedad te ha ido desfigurando la cara, supongo que a veces hasta la esperanza, pero ahí estás siempre con una sonrisa, por muy mal que te encuentres, por mucho que te cueste hacerte entender. No sé cómo lo haces, pero sin un gramo de luz eres capaz de iluminar. La mayoría de las veces me siento ridícula, con mi estúpida prisa, mirando el reloj que me recuerda que las horas no esperan a que termine el trabajo. Tú posiblemente no llevas porque atesoras minutos, con los que vuelves a llenar tu reloj de arena, el mismo que querrías que descansara en horizontal por un tiempo. Yo con el mantra de un día menos, tú columpiándote en el de un día más.

Es verdad que todos tenemos nuestras tormentas, tan arrasadoras como personales, que no se prestan a ser comparadas porque el dolor es nuestro y la resaca que nos deja heridas también. Y con mi tormenta en la mirada me planto delante de ti y solo puedo sentirme una dominguera aficionada. Yo con mis luchas de tupper y tú en el cuerpo a cuerpo de trincheras. Porque tu batalla diaria es esquivar las zancadillas que te apaña la vida, siempre dispuesta a cogerte a traspié. No tienes la posibilidad de un receso, ni siquiera cuando apagas la luz por la noche y sonríes por poderlo hacer una vez más. Llevas años en jaque y no te quedan peones que sacrificar. Ahora tu mejor amiga se llama quimioterapia, que como una experimentada funambulista te administra veneno, con uve de vida, en papel de regalo.

Una vez me contaron que eras un joven de éxito, que “eras”, y no puedo estar más en desacuerdo. Lo que tenías lo puede lograr todo el que se atreva a luchar por ello, con más o menos suerte, porque así es el éxito, tan justo y desagradecido al mismo tiempo. Pero para lo que haces ahora tienes que tener coraje, tienes que tener mucho valor para levantarte cada día sin la posibilidad de cambiar el rojo de la batería casi agotada, tienes que ser de una pasta especial para esconder el dolor y pintarte una sonrisa para tus hijos.

Me dijiste que un día feliz para ti es cuando consigues recorrer el pasillo y tomarte el café en la cocina. Tal vez es una frivolidad por mi parte comparar tu maratón de las mañanas con mis ratos de café, pero desde esa confesión disfruto al máximo de ese momento. Por muy ajetreada que esté, por más que ese día la vida sea un lugar inhóspito, siempre celebro la posibilidad que tengo de tomármelo. No sé si por todos los que no pudieron recorrer el pasillo, por los que al final de este solo vieron bajarse el telón, o por las veces que tu día no fue feliz y el café quedó frío en la cocina. Lo que tengo claro es que me has enseñado que tomarse un café no es otro placer de la vida, es la vida misma.

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