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Deja que un libro te descubra

Nidia García Hernández

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Me gusta pasear entre libros y recorrer estanterías sin un rumbo definido hasta que llega la señal que me hace detener el paso. Puede ser un color, una imagen o un nombre lo que me invite a acercarme y a tirar de su lomo; un gesto eternamente asociado a la apertura de pasadizos secretos. Y no es que los libros abran portales al uso, sino que más bien tienen la capacidad de transportarnos a otras realidades. Con ellos podemos vivir experiencias que, seguramente, no lleguemos a experimentar en primera persona pero que, durante la lectura, haremos nuestras. A fin de cuentas, leer no deja de ser un medio para vivir muchas vidas en una sola.

Dos páginas al azar junto a la dedicatoria se convierten en mi prueba favorita cuando me lanzo a la aventura de dejar que un libro me descubra. Un párrafo al principio, no necesariamente en la primera página, y otro a mitad, para no desvelar finales. Las dedicatorias que dan la bienvenida me dan una pista sobre el autor. A veces son generalistas o utilizan citas de otros, en ocasiones se vuelven asépticas listando nombres sin aparente prioridad; mientras que otras manifiestan una devoción que resulta, como poco, intrigante. Es el caso de uno de mis escritores favoritos, Julian Barnes, quien dedica todas sus novelas a su mujer con un sencillo: “Para Pat”. Descubrir esa constante pone en marcha la imaginación, porque esas dos palabras esconden una historia en sí misma (y el vínculo empieza a formarse, aún con tantos capítulos por delante).

Así, habrá libros que serán una extensión de nosotros mismos y a los que recurriremos para entendernos porque, muchas veces, parecen ser la recomposición ordenada de nuestros pensamientos. Un tipo de terapia asequible y siempre disponible que, desafortunadamente, cae en picado en favor de otras opciones más inmediatas donde reina la pasividad. Haciendo que la confesión pública de no leer haya perdido todo rasgo de vergüenza. Ya no es algo que esconder, a la espera de ponerle remedio, sino que es exhibido con orgullo.

Los motivos se centran en unos descorazonadores: “No me gusta” o “no me interesa”. Lo que suena a sinónimo -o preludio- de: no me gusta pensar y no me interesa el mundo. Leer fomenta un tipo de introspección necesaria, además de aportar un conocimiento difícil de reemplazar por otros medios. Abandonar la lectura es reducir nuestro espíritu crítico en favor de una cultura masticada y servida en calculadas dosis: Siéntese y relájese, déjenos hacer. Sólo existe lo que le mostramos, no ahonde más allá de esto. Es fácil rendirse a ese estado comatoso, centrado en delegar indefinidamente todo aquello a lo que podríamos poner voz.

Perderíamos una perspectiva valiosa de la vida: la que pueden aportarnos aquellos que estuvieron antes que nosotros y también la de nuestros contemporáneos. Sacándonos de esa visión de túnel que sucede, inevitablemente, cuando nuestros referentes son tan pocos. Una forma de conectar con el mundo, de reconocerse en pensamientos ajenos, rompiendo el aislamiento que podamos sentir. Una actividad que invita a reflexionar y que, junto a la escritura, nos ayuda a centrarnos y a no dejar que sean otros o las circunstancias las que decidan.

Ese dejarse arrastrar tendría que quedar limitado a elegir lecturas por puro impulso, permitiéndonos combinaciones extremas: desde las hermanas Bennet del siglo XIX hasta el controvertido Henry Chinaski. Así de grande es el espectro de posibilidades. Siendo todas historias perfectamente compatibles con nuestra vida o, al menos, con la vida que vivimos a través de los libros.

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