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Destino

Cristina Quirantes

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La colocan con el resto al lado de la puerta, expuesta a todo el que pase, pero lo suficientemente alejada de manoseos gratuitos. Suponía que no sería nada agradable estar a la vista golosa de todo el que la mira, pero ahora lo puede confirmar. Siente que se acerca el final y no puede evitar recordar lo que ha sido su obligado viaje hasta llegar allí.

Ella quería ser de otro sitio y de ninguno, odiaba las etiquetas y siempre buscó la forma de cortar con ellas. Nunca se cansó de gritar en silencio para lograr el reconocimiento al valor que sabía que tenía, pero solo consiguió que le pusieran precio. No entendía de banderas, como de tantas otras cosas, pero su presencia siempre venía de la mano de una. Se consideraba única, diferente a su manera, pero no podía separarse del conjunto. Había escuchado que sus antepasados tenían un origen concreto, algo ya imposible en un presente globalizado. Buscaba abrazar ese pertenecer a todos lados sin perder sus señas de identidad y, al mismo tiempo, dejarlas a un lado si eso es lo que le permitiría llegar más lejos. En el fondo sabía que no quedaba nada por descubrir, que no podría decidir dónde desembarcar, dónde terminar el viaje, dónde poner el punto y final a una vida marcada por fechas por cumplir y una soledad ruidosa. Porque ella no nació para eso.

Antes de convertirse en lo que es hoy, antes de que su semilla fuera presente, ya le habían hecho un plan de jubilación. Sabía que su vida sería esa desde que el primer rayo de sol tocó su endurecida piel. Ella que soñó a lo grande, que pudo imaginar lo que nunca tendría, lo que nunca sería, siente las manos sucias que la tocan como tantas otras veces; siempre con cuidado, pero nunca con afecto. Percibe que ha llegado a la última estación, al final programado que su esencia dulce espera con amargura. A estas alturas, solo desea que sea tan rápido como ha sido su vida en general: baños de abono, control de plagas, plástico aséptico, contenedores oscuros, y manos, muchas manos.

Ahora ya no hay piel, sino un plástico que vuelve turbia la despedida. Oye risas mientras la nombran con orgullo. Pero no es un orgullo familiar, no se parece al que siente una madre por su hijo, sino un orgullo gélido e interesado del que se desprende de algo que ha poseído. La miserable soberbia del que saca provecho de algo destinado para ello. Se aleja con otras como ella, en el fondo de una bolsa que huele a fresco y prologa fin. Y mientras se deja mecer escucha por última vez: “Sí, esta vez las mandarinas vienen de China, como casi todo”.

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