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Ilusión sin fisuras

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Camy Domínguez

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Les contaré un secreto. Nunca he sido una loca del fútbol, no. Además, hoy en día parece estar reñido con la inteligencia. Aunque hace poco un hombre me dijo que a mí, al contrario que a otras chicas, era sencillo mantenerme entretenida mientras él veía el partido. La solución era darme un móvil con cámara y con la posibilidad de hacer selfies, que ahí me pasaba yo tranquilita los noventa minutos y hasta las prórrogas si hacía falta. De hecho, cientos de mis mejores poses las he sacado tumbada frente al televisor.

Pero lo que él no sabía es que hubo épocas de mi vida en que el fútbol me entusiasmaba. En secreto, cierto, porque hubiera quedado feo reconocer que a una chica le gustara el fútbol en aquellos momentos de apartheid sexual. Me hubieran catalogado de machona e indecente, pero qué se le iba a hacer si el chico que me gustaba jugaba al fútbol. Y encima a mi profe de matemáticas de entonces no se le ocurría otra cosa que poner un examen justo en la tarde en que se jugaba el derby entre la UD Icodense y el CD Mensajero. Esto hacía que pasara los momentos muertos mirando por la ventana que daba al estadio a ver si el juego de piernas del tal Antonino me inspiraba alguna fórmula con la que resolver las funciones. Todavía recuerdo aquellos sabios abductores morenos corriendo tras el balón cuando el Molino aún era de tierra.

Unos pocos años después lo mío con el fútbol se hizo algo más evidente. Era allá por los primeros noventa que escuchaba con frugalidad cómo saltaban al campo las alineaciones diseñadas por el gran Jorge Valdano, con los jugadores más populares de la época dorada de nuestro Tenerife: Fernando Redondo, Chemo del Solar, Rommel Fernández, Felipe Miñambres, Dertycia… Todas las tardes de fútbol con una oreja pegada al aparato de radio y la otra escuchando palabras dulces, porque también a mi chico de entonces le gustaba el fútbol, y esas cosas se contagian de tal manera que compartirlas nos hace tener más empatía, más ilusiones en común.

Después, inmersa en el día a día, le perdí un poco la pista, aunque más tarde seguí un poco a los colchoneros, luego a los merengues, obviamente por empatías también.

Pero de pronto un día ves cómo en las redes sociales se desata una palabra que poco a poco va ocupando el espacio disponible cada domingo, cada miércoles, con mayor insistencia. “¡Tete!”.

Y te ves sumergida en una oleada de ilusión que se te va contagiando de tus contactos, partido a partido, gol a gol. A todas las horas que vas conduciendo en las colas interminables de la TF-5 te lo ponen en la radio. Vas sin querer aprendiéndote nombres de jugadores, de entrenadores, nuestros y ajenos. Todos a tu alrededor los nombran, en la radio, en la prensa, en las redes: Pep Martí, Gaku, Suso Santana, el Choco Lozano, Amath… Y sientes que, cuando se va la señal de tu radio en medio de un partido, te asalta el disgusto buscando otro punto del dial que te diga minuto a minuto lo que está pasando. Deseas que mientras fríes las papas de la cena el Getafe no haya aprovechado para meter un gol ahora que tú no escuchas. Sientes cómo la suave caricia de una bandera blanquiazul te roza las mejillas en su ondear y ves cómo el ilusionante vídeo de José Manuel Pitti sobre el Tenerife casi supera las cuarenta mil reproducciones. Que la afición es una y muy sólida, muy potente.

Y dejas de respirar para no gastar el aire...

En unas horas dará comienzo el último partido con el Tete disputándose esa cumbre, derrochando ilusión sin fisuras. Hay que ahorrar el aire para gritar por fin “¡Campeones!”.

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