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“¡Niños, a comer!”

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Camy Domínguez

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Actualmente vemos cada vez más y más niños y adolescentes con sobrepeso en nuestro entorno, pero de pequeña casi no conocí a ningún niño obeso hasta que llegué al instituto. Ese año coincidió conmigo en clase una compañera con la que compartí prácticamente todos mis años de Secundaria. Me quedé abrumada al ver que cada uno de sus muslos era como mi cintura (y yo no era de las flacas). Pero nunca nos atrevimos, al menos yo no lo presencié, a llamarla “gorda” ni a burlarnos de ella, porque tenía muy asumidos sus kilos y su estructura corporal y en todo caso hubiera sido contraproducente, pues solía ser ella precisamente la que se burlaba con bastante crueldad del resto de la gente, haciendo gala de aquello que decían de que los gordos tenían más buen humor.

También me acuerdo de que todas mis compañeras tenían sus cuerpos bien estilizados, nada de michelines. A todas nos quedaban bien los bañadores y los vaqueros Rok, que eran altitos de cintura, y eso de la celulitis era cosa si acaso de alguna señora mayor, de mi madre al menos no, y de hecho a ella le resultaba raro ver en la playa a otras de su edad con esos hoyuelos en los muslos.

Pero ahora las cosas han cambiado y mucho. Me di cuenta de ello hace unos años, cuando esperaba a la salida del cole de mis niñas y vi cómo iban bajando las escaleras los alumnos de una clase de sexto de Primaria. La práctica totalidad de ellos, ya adolescentes, tanto niños como niñas, se excedía en muchos kilos del peso considerado dentro de la normalidad y sus carnes les bailaban bajo las camisetas y los uniformes. Entonces pensé en que algo hemos estado haciendo mal para que las cosas hayan cambiado tan radicalmente, de modo que la obesidad infantil haya llegado a adquirir la consideración de epidemia y que la Organización Mundial de la Salud esté tan preocupada por el asunto.

Y me pongo a pensar en lo que comíamos en casa durante mi infancia y adolescencia. No diré que la nuestra fuera una alimentación modélica, pues con tres niños y un solo sueldo no se podía hacer más y, además, mi madre escaseaba de conocimientos de nutrición, pero sí que el potaje era el alimento básico de todas las cenas y de algunos almuerzos y de hecho una de mis comidas más aborrecidas hasta hace poco ha sido siempre el potaje de coles (recientemente descubrí por casualidad que me encanta a pesar de todo, pero no he conseguido aún que mis pequeñas opinen lo mismo, por lo tanto yo en casa no lo preparo. Ya llegará el día). De postre nunca había tartas ni dulces en nuestra mesa, ya que a lo que más podíamos aspirar era a la fruta de temporada y, si teníamos mucha, hacíamos trueque con los vecinos: “Yo te doy esto y tú me das aquello”. Tampoco había mucha variedad: duraznos, manzanas, nísperos, ciruelas, uvas, higos picos y poco más. Los refrescos eran un artículo de lujo hasta el punto de que mi madre, que desconocía que las burbujas producen saciedad, nos ponía un vaso chiquito de los de vino y lo llenaba, solo hasta la mitad, de La Casera, aquel refresco transparente, con burbujas y un tanto dulzón que venía en botella de cristal con tapa hermética, y nos advertía: “Esto es pa' todo el tiempo”. Estábamos tan aleccionados en ello que el que se lo bebiera de un sorbo sabía que mamá le rellenaría el vaso solo a regañadientes… Y así aprendimos de paso a racionarnos como buenos niños. ¡Ni por oírla!

En las meriendas, puntualmente a las cinco, había siempre un bocadillo. El desparrame de calorías que yo hacía era enorme, teniendo en cuenta que mis vecinitos merendaban pan relleno de café o tortas de gofio con cebollas: ¡el mío era un bocadillo de medio pan con Nocilla! Me encantaba destaparlo y lamer con frugalidad la acumulación de la deliciosa pasta marrón en las grutas que formaba la levadura en la miga… ¡Hmmm!

Sin embargo, los dulces y chucherías, las palmeras de chocolate, las papitas, las hamburguesas y perritos calientes no nos llegaron a descubrir, al menos a los de mi casa, porque estábamos muy bien escondidos corriendo en nuestra calle, aprovechando al máximo las horas de luz para quemar sin saberlo las energías del bocadillo, jugando en nuestro terraplén a la trincadilla, al elástico, al tejo, a la soga, a la pelota, al brilé, al pañuelito… a todas esas cosas que nuestros niños de hoy casi desconocen porque los han conquistado otras actividades más sedentarias como los videojuegos, el skype, el instagram, el whatsapp. Algunos si acaso tienen la suerte de aprender nuestros juegos tradicionales con motivo de alguna fiesta popular en que algunos soñadores, al ver la cara de diversión de los pequeños, todavía apuestan por que aquellos buenos tiempos regresarán alguna vez.

Pero parece que no, porque esa manera de comer de nuestros niños de ahora les está ocasionando no pocos problemas de salud (diabetes, hipercolesterolemia, hipertensión, problemas cardiovasculares) y otros de relación con su entorno (bullying, aislamiento, tristeza, ansiedad), que en la mayoría de casos arrastrarán consigo hasta la edad adulta si no se les pone freno ya mismo. Alguna esperanza nos queda viendo que hay gente preocupada por que las máquinas expendedoras de los hospitales no tengan entre sus opciones refrescos con azúcar o bollería, que en los comedores escolares y hospitales no se les proporcione a los niños alimentos que contengan productos tan dañinos en este sentido… Pero si tal es la cifra de niños con sobrepeso a nivel mundial como dice la OMS habrá que dar un giro de ciento ochenta grados en el que todos participemos. ¡A ver qué tal nos lo montamos!

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