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Ropavieja

Nieves González Arrocha

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“Picas una cebolla, si es grandita, claro, porque si es mediana pues picas una y media, tú más o menos vas viendo el tamaño. Pones uno o dos dientes de ajo, uno o dos tomates, medio pimiento verde y medio rojo, un fisco de pimienta y un poquito de pimentón dulce. Le pones un chorrito de aceite a la sartén y lo pones todo para hacer el sofrito. ¡Ah! Si tienes azafrán le echas, que eso le da sabor y una hojita de laurel tampoco le viene mal. Cuando lo tengas todo listo le pones la carne que te sobró de la sopa de ayer y los garbanzos. Le echas el caldo y lo dejas un rato a fuego lento hasta que veas que ya está. No pares de revolver que se te pega y pruébalo de sal porque lo mismo tienes que añadirle”. 

¿Clarito no? Un fisco, un poco, un chorrito, una o dos según tamaño… Pues así son las recetas de mi madre. Esas que a ella le quedan deliciosas y a mí incomibles. Les juro que lo hago igual. Sigo al pie de la letra sus claras, exactas y milimétricas indicaciones. Cuando estoy lejos y me pongo en faena, la llamo dejando puesto el manos libres para no perder ripio de la descripción exacta. Pero no hay manera, siempre me pasa algo: se me pega, me queda con mucho caldo o seco y salado como una jarea. ¡Si hasta cambié la vitrocerámica y puse cocinilla de gas por si ese era el problema! (Mi madre me tiene dicho que estas cocinas de ahora no dejan las cosas como las de antes, eso dice ella…). 

A veces he llegado a pensar que esconde algo que no quiere desvelar. Lo típico que comentan sobre el ingrediente secreto. Igual ella, como buena palmera, tiene ese componente oculto, una sustancia que lo cambia todo, al más puro estilo Panoramix. Pero a mí me lo contaría, ¿no? Soy su hija, sangre de su sangre, su niña pequeña… Todas esas cosas cuentan a la hora de recibir un legado tan importante, ¿verdad?

Definitivamente el problema es mío. No sé interpretar el recetario familiar. Y supongo que algo tienen que ver las cantidades, las medidas no precisas que indica mi querida madre, pero también creo que es cuestión de prisas, de impaciencia, poco deleite y amor con el que hago la comida. Sumergida en una existencia de exactitudes que comienzan fichando cada día en el trabajo, sus rutinas, la monotonía del horario y de tener que interpretar un rol que a veces sientes que no te pertenece. Ya casi no recuerdo el placer que me producía amasar la masa para los rosquetes y marquesotes en la cocina de mamá... Nos hemos preocupado tanto por medir y cuantificar las cosas que nos olvidamos de ponerle sentimiento a lo que hacemos. Ni la vida ni las personas somos una matemática exacta. Es imposible calcular todo lo que nos ocurre, mucho menos lo que está por venir. Intentamos calibrar hasta las reacciones de los demás, analizando cada gesto, cada palabra, incluso nos preocupamos por la incidencia de nuestras respuestas para tener preparadas réplicas acertadas. ¿Y si todo fuese más natural? ¿Y si pudiéramos hacer las cosas de otra manera? Lo correcto nos tiene contaminados y aplicamos fórmulas maestras a nuestras acciones para lograr encajar y ser aceptados. Pienso que a veces es necesario parar, apostar por ti y perder un poco el control. ¿Qué tenemos que perder? Quizás es tiempo de hacer una receta sin gramos ni cantidades exactas, de esas que hace mi madre, que se deja llevar por el impulso que marca su corazón. Hagamos una receta que se salga de la norma y pongamos puñados de paciencia, fiscos de cariño y un chorrito de alegría. ¡Ah! Y si tienes humor le echas, que eso le da sabor a la vida.

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