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Ser otro

Carnaval de Santa Cruz, en una de sus fiestas diurnas

Camy Domínguez

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Nací un lunes de carnaval de aquel interesante año de 1968, punto de inflexión que dio lugar a una nueva forma de entender la vida, por lo que siempre estaré orgullosa de ello. En mi familia, antes de mi llegada al mundo, mis mayores vivían los carnavales con cierta intensidad. Me contaban que mi abuelo los pasaba de lo más divertido, yendo disfrazado por las casas del vecindario pidiendo huevitos con un cesto y siendo convidado a un vinito aquí y allá por los vecinos para agradecer la visita y el buen humor.

Pero como no era hombre de mucho beber, al final el cesto de huevos acababa estrellado en cualquier orilla del camino. Mi padre heredó esa genética carnavalera y cada año, ni bien terminaba la cabalgata, ya estaba ideando el disfraz del año siguiente. Le gustaba crear cómicos disfraces para que nadie supiera quién se ocultaba detrás de la careta, mejor cuanto más fea; le gustaba ver a la gente reírse de sus creaciones, sobajarlos preguntando eso de “¿Me conoces?”. Alguna vez se fue a casa de la suegra, mi abuela materna, y después de un buen rato de tomarle el pelo, incluso de aceptarle su vaso de vino, le dio opción a la buena mujer a descubrir su identidad.

Y cómo no podía ser de otro modo, a mí me encanta disfrazarme desde que tengo uso de razón. Recuerdo los carnavales de mi infancia. Pasaban varios días insistiéndole a mi madre para que me dejara disfrazarme y salir a pedir huevitos por el vecindario y ella me contestaba una y otra vez que no, que le daba vergüenza, que en casa había comida, que no necesitaba ir a pedir nada a los vecinos. Pero no era por los huevitos, ni siquiera por las ricas torrijas que resultaban de ello. Era la sensación de transformarse en otra persona, el ponerse un atuendo ridículo que nunca te pondrías en circunstancias normales, el pintarse la cara con unos churretones como no lo harías nunca para salir a la calle, el sentir las carcajadas de los vecinos al verte y el miedo en la mirada de sus chiquillos...

Ya luego de mayor viví a tope los carnavales de la capital; las telas eran otras, más coloridas, más hermosas; los maquillajes ya no eran las sombras de ojos azules que le sobraban a mamá, sino purpurinas, barras pastosas y lacas fosforescentes que tardaban semanas en desaparecer de las toallas por más que las lavaras. Cada año una nueva creación. Dejamos de pedir huevitos por el barrio para irnos a la plaza de la Candelaria, el callejón de Discos Manzana, el Águila, los Paragüitas, La Alameda, el Príncipe, Correos, la plaza España y los kioskos de la avenida de Anaga. Toda la noche de un lado para otro, bailando por aquí, bailando por allá, o sentados en las gradas de la avenida viendo las extravagantes creaciones de la gente, hasta que amanecía y nos íbamos a reponer fuerzas para la noche siguiente. Toda la semana sin descansar, desde el viernes de la cabalgata anunciadora hasta el domingo de piñata.

Hasta que un día descubrimos con sorpresa que uno de los compañeros de la pandilla bajó disfrazado de vikingo, alto, musculoso, guapo como él era y con una mochila enorme a la espalda. “¿Qué trae ahí?”. Hicimos un corrillo a su alrededor en medio de la plaza de la Candelaria. Abrió la mochila y ¡zas! una botella de ron, una de cocacola, vasos… ¡Hasta hielo traía! ¿Y para qué tanta parafernalia?, nos preguntamos los más ingenuos. Y así asistí por primera vez al comienzo de lo que luego fue conocido como botellón. Era lunes de carnaval y corría el año 1991. No me quedé allí para saber en qué acababa aquel despliegue. La pandilla se dispersó de hecho. Yo tenía ya más de veinte y el ver una persona borracha en aquella época era algo inusual, un despojo humano de lo más humillante para la sociedad, una persona débil, incapaz de vivir sin ayuda del alcohol. Y desde ahí empezaron los carnavales a degenerarse hasta hoy. O eso me pareció a mí. No creo estar equivocada, porque las cifras de adolescentes atendidos por comas etílicos cada año desde entonces es astronómica.

Y ahí empecé a ver los carnavales con otros ojos. Llega febrero y me siento inquieta, con ganas de ponerme un disfraz, de ponerle brillo a mi piel y de transformarme en otra persona, pero luego pienso en ese bullerío de gente con un vaso de alcohol en la mano, esa pesadez, ese no encontrar a nadie que sea capaz de pasarlo bien sin necesidad de tomar alcohol… y se me pasa.

Me da la sensación de que los carnavales han venido a derivar en otra cosa diferente en los últimos tiempos. Persecución y censura por doquier es lo que se huele. Algunos han olvidado el origen cristiano medieval de nuestros carnavales, un periodo de permisividad, de crítica social, donde se ridiculizaba a los gobernantes, a la nobleza y al clero con su moral distraída de entonces (era la época previa a la Reforma protestante y las aberraciones en el estamento clerical eran infinitas). Todo el desenfreno estaba permitido antes del recogimiento que suponía el comienzo de la Cuaresma y su prohibición simbólica de comer carne.

Observamos que, por más que siguen existiendo esas ganas de disfrazarse y sentir esa otredad, ahora lo que se está poniendo de moda es coartar los carnavales, meter en cintura la creatividad y los disfraces. No se puede tranquilamente ser otro por un rato, hay que entrar por un cauce: que alguien se disfraza de enfermera sexy, recoges firmas para que no se permita porque es ofensivo, que alguien se disfraza de virgen María hipermaquillada como una vampiresa, van los Abogados Cristianos esos (que se están poniendo las botas a costa de los carnavales) y le ponen una querella por molesto. Que se sientan en una reunión de drags, que ni siquiera dio tiempo a contar si eran doce, pero parecían por la distribución los apóstoles de La Última Cena de Leonardo Da Vinci, ¡hala, venga otra querella! Que hacen ruido en una calle de la zona centro de Santa Cruz con la música alta, ¡venga otra denuncia! Que la calle se queda entullada de basura, ¡venga otra queja! Yo creo que a corto plazo va a haber que prohibir el carnaval, y que vuelva a llamarse “Fiestas de Invierno”.

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