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El castigo divino

José Miguel González Hernández

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Cuando accedemos a un puesto de trabajo hemos de cumplir con una serie de obligaciones con la finalidad de poder acceder a un listado de derechos. Siendo simplistas, podemos decir que hacemos un horario a cambio de un salario. Pero, como se sabe, hay mucho más detrás de esta sintética relación. En primer lugar, hay que aclarar que el trabajo no es un castigo divino pese a aquella no contrastada maldición bíblica que nos instó a ganar el pan con el sudor de la frente en lugar de seguir disfrutando del Edén comiendo fruta y siendo escuetos en los ropajes.

No obstante, no todo el mundo piensa así. El cántico satánico del despertador, las urgencias cotidianas de llegar a tiempo en todas las exigencias, la sensación de ser un cítrico exprimido hasta la última esencia vitamínica dan una sensación similar a la de estar bajo una penitencia por muy bien qué tipo de delito se haya cometido. Si tenemos la mala suerte de sentirnos de esa forma, es que algo falla. Bien por el entorno, bien por nuestra propia persona. Para ello, primero es recomendable diagnosticar la situación.

Si sentimos que desarrollar nuestra labor profesional se convierte en un tortuoso camino, los lugares donde lo hacemos los equiparamos a un recinto carcelario con ambientes opresivos, donde la confianza es más escasa que los dientes que hay en el interior del pico de una gallina... Con esta visión solo se experimenta una continua amargura hasta que el reloj dé por finalizada la jornada diaria. De esta forma, si el entorno es inviolable e inmóvil, o nos vamos y lo dejamos de lado o hacemos lo posible y lo imposible no por soportarlo, de forma que debemos saber gestionar su afección negativa sobre nuestras personas.

“El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional”, como según parece dijo Buda. Por ello, no debemos utilizarlos como sinónimos, controlando lo que esté bajo nuestro paraguas de actuación. Nadie tiene que ir con una sonrisa perpetua incluso encontrándose mal. Tenemos derecho a sentirnos expuestos a las noticias que intentan derribarnos, sabiendo que no todo lo que nos sucede es benigno.

No obstante, de la misma forma que decidimos sobre los caminos a tomar, también debemos tener la propiedad sobre lo que nos hacen sentir porque el desconsuelo está presente en nuestra vida. Lo queramos o no. En cambio, lo que implica en forma de padecimiento, sí que está bajo nuestra responsabilidad modularlo porque intervienen las emociones.

No vale la pena solo hacer horas por el mero hecho de hacer horas. Tanto desde los equipos directivos como desde las propias plantillas hay que aportar (y dejar que se aporten) soluciones para crear de ambientes de trabajo no nocivos, empezando por la dignificación de todas las labores profesionales, independientemente del lugar en donde se ubiquen en la cadena productiva. ¿Es el trabajo necesario? Por supuesto, pero no solo para ganar un sueldo. Nos dignifica como personas porque nos hace útiles, no a la vista del resto, sino a la nuestra. A partir de ahí, podemos experimentar ese regusto de sentirnos con el orgullo de saber que hacemos las cosas como deseábamos y queríamos, sin necesitar ni esperar el reconocimiento del resto. Con el propio, vale. Y sobra.

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