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Yo y los cortejos de antaño

Camy Domínguez

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¡Cómo cambian las cosas! En otros tiempos, el chico, enamorado, solía cantar canciones y sonetos a una dama en edad casadera. A veces tenía suerte y esta le contestaba tirándole una escala de esparto o una trenza larga para que trepara por ella, cosa que él usaría con destreza y asiduidad. Otras veces ella, haciendo alarde de mujer fatal, despreciaba al noble caballero que intentaba ganársela con sus requiebros.

En otros lugares, él llegaba ante la ventana de la chica acompañado de un mariachi o de los compañeros de la tuna a rondarla con canciones hasta que, por cansancio o por evitar el cabreo de los vecinos, ella accedía a tener alguna relación con él. Incluso en otras especies, por ejemplo el ave enamorada que despliega sus plumajes maravillosos y se exhibe ante los ojos esquivos de la hembra, a veces en tono yo diría que hasta acosador…

En definitiva, siempre en todos los tiempos ha existido en las diferentes razas y especies el rito del cortejo con intención de apareamiento entre machos y hembras. Yo, como muchas mujeres de mi edad y mayores e incluso más jóvenes, también he pasado por una experiencia semejante, pero en este caso íbamos a las verbenas de los barrios, bien emperifolladas con nuestros mejores vestidos y allí los chicos nos sacaban a bailar.

A veces cuentas estas cosas y los jovencitos se asombran y comentan que era una actitud bastante machista la de que las chicas esperásemos en una fila expuestas para que otra fila india de chicos eligiera de entre nosotras a la que más le gustara para bailar, o bien, si él tenía poca suerte de ser aceptado, probase sacarlas a bailar a todas una a una a ver cuál aceptaba.

Puede que fuera una actitud machista, no diré que no, porque lo cierto es que algunas personas solían decir que parecíamos el ganado que va a ser comprado, o una exposición de esclavas o cosas aun peores, ustedes me entienden. Pero era divertido jugar entre nosotras, por ejemplo, a rechazar a dos y bailar con el tercero, fuera quien fuese, o cosas semejantes para hacer la espera más amena. Muchas de mis amigas conocieron así a los que hoy son sus maridos y compañeros de por vida.

Y este era quizás el único método que a lo largo de muchas generaciones perduró en los pueblos para que los jóvenes tuvieran la oportunidad de conocerse e intimar. Creo que pocas formas menos invasivas de llegar a la cercanía de un desconocido cuyo aspecto te gustase y que, al son y con la excusa de una melodía, pudieras moverte, mecerte, mantener una conversación, mirarlo a los ojos, contar chistes, reírte, acariciar, escuchar confesiones y declaraciones de amor o de cualquier otra índole, o incluso besarlo y rozarte con él, ¿por qué no? Y todo eso a la vista de todo el mundo en una plaza llena de gente, incluida tu madre, que permanecía ojo avizor, no fuera que te salieras del tiesto.

Pero un buen día, por moda o qué sé yo, las mujeres empezamos a reivindicar salir a bailar “sueltas”, es decir, sin pareja masculina que nos dirigiera sujetándonos del talle. He de reconocer que nunca me gustó tanto bailar sola como en pareja. Bailar sola estaba bien en una discoteca y con otros ritmos, pero un pasodoble y una cumbia ya no es lo mismo, ¿a que sí, doñita? Un poco más tarde, a la vez que nuestras madres ya empezaron a confiar en que nada merecía pasar tanta trasnochada para vigilarnos, cosa que debió coincidir con el uso generalizado de los anticonceptivos, comenzaron a aparecer por los bailes los chicos con un vaso de alcohol en la mano, cosa que les impedía bailar mientras ese vaso estuviera lleno. Y tras ese vaso vendría otro, con lo que el chico con el que hubieras querido bailar jamás aparecía, pues su apego era mayor al vaso que a la compañía femenina. Cuando ya estaba bastante alegre y valentón a ti no te apetecía bailar con “ese que viene medio borracho”. Así pues, solo venían en la fila india unos pocos abstemios o los que preferían el baile antes que la copa, que cada vez iban siendo menos.

Y estaría bueno que nosotras las mujeres, viendo que ellos bebiendo se lo pasaban muy bien, no hiciéramos otro tanto de lo mismo, por lo que empezamos a no hacerles la fila de exposición y a mirar la orquesta tocando, con nuestro vaso en la mano por supuesto, mientras nuestros padres y otras parejas de gente mayor bailaban en esa plaza que algunos años antes estaba a reventar de gente bailando y ahora se mostraba con muchos vacíos.

Las orquestas de música bailable, tan famosas y populares en otras épocas y que movían cantidad de negocio a su alrededor entre músicos, productores y equipos de sonido, empezaron a no servir sino como espectáculos visuales, por lo que muchos cantantes aprendieron a mover el esqueleto en unas coreografías tan atractivas como irrealizables, con lo que el mérito de algunos era hacer la menor cantidad posible de intermedios para reponer el desgaste simultáneo de músculos y voz.

Estas orquestas cada vez fueron mermando en componentes y la música bailable se limita hoy por hoy a la expresión más minimalista. Uno o dos, a lo sumo tres componentes que, con ayuda de una máquina con sonido enlatado que te lo puedes bajar de internet, cantan con su propia voz, da igual si se equivocan, total, la gente no se va a enterar porque ya están bastante mayores para detectarlo y cualquier cosa les vale para rememorar aquellas legendarias verbenas.

Pero los y sobre todo las que como yo aún seguimos buscando esa voz que nos amenice mientras nuestro cuerpo se mueve, esperando que algún caballero de bien nos saque a bailar, no estamos tan seguras de que el rito del cortejo no haya pasado a mejor vida. ¡Echen si no un vistazo alrededor!

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