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Un futuro demasiado cercano

Niños en la ciudad en guerra de Alepo, en Siria

Camy Domínguez

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Creo que a la humanidad le queda poco tiempo de comodidad. Cada día se aprecia con más claridad que hemos tocado fondo en muchos aspectos y en general nuestra capacidad de asombrarnos ya ha traspasado la barrera de la indiferencia. Ya no nos inmuta ver cómo la clase política se burla del ciudadano que la eligió sin ningún sonrojo: nos roban el dinero público y se lo llevan a paraísos fiscales y luego nos vienen diciendo que son tan pobres que su sueldo solo les llega para comprar en Primark.

Después, en ese país llamado Siria, en Alepo… ¿Que qué es Alepo, señor Johnson? Parece mentira que un aspirante a presidente de los Estados Unidos no lo sepa. Pues una ciudad de más de dos millones de habitantes por la que cada día a algunos todavía se nos encoge más el corazón al saber que hay tantos niños sufrientes víctimas de la guerra, porque casi la mitad de los que mueren en esa sinrazón son niños; también la mayoría de los que huyen, pero ni así parece la humanidad inmutarse.

Me pregunto si los niños de Alepo saben que en sus manos y en las de otros niños está el futuro de nuestro planeta. Me pregunto cómo serán los hijos de esta generación de niños huidos de la guerra, huidos de la crisis, hijos de trabajadores pobres y de familias desestructuradas que viven en condiciones pésimas bajo el umbral de la pobreza, niños que viven cerca de tu casa y de la mía, que a diario son maltratados, niños que sufren abusos sexuales en silencio…

Para algunos de nosotros a veces un gesto es suficiente para esperar “un milagro de la primavera”, como diría Antonio Machado. Vero, una de mis alumnas, dice que le da mucha pena que los osos blancos mueran ahogados en el deshielo polar; dice que le gusta ver los animales, pero que no soporta un circo ni tampoco un zoo, que le dan mucha pena los animales cautivos. Respiro. Al menos en algo hemos avanzado, pues crear conciencia contra la barbarie a base de repetir hasta la saciedad parece que está dando sus frutos.

Sin embargo, me horroriza que otros de mis chicos opine que el bullying o la violencia machista pueda combatirse respondiendo con más violencia: “Al que me pega le contesto pegándole. ¿O voy a dejar que me siga pegando?”. Parece que con tanto esfuerzo invertido nuestra sociedad debería mostrar la tendencia a ser más pacífica, pero en absoluto es así. No hace sino apenas poco más de un mes que funciona el teléfono contra el acoso escolar y ya se está detectando una media de 38 posibles casos al día.

Me pone los pelos de punta que nuestros niños hablen de cuestiones sexuales con la más absoluta normalidad, sin tabúes, desde la más tierna infancia; que se haya perdido la inocencia y el pudor; que las cuestiones que antes formaban parte de la intimidad y del respeto ya sean cuestión del dominio público de los menores; que nos las metan por los ojos a la hora de comer en cualquier teleserie de tres al cuarto y que nadie mueva un solo dedo para censurar nada, aunque seguro que si lo hicieran sería demasiado tarde.

Me aterra que la sociedad cada vez demande trabajadores más preparados mientras que nuestros jóvenes cada día quieran estudiar y esforzarse menos y que algunos estamentos no hagan por exigirles ese esfuerzo necesario para progresar y estar a la altura, sino que, al contrario, lo que antes era una preparación seria se haya revestido de una capa cómoda y demasiado lúdica hasta el punto de que los alumnos no sepan si están en un colegio o en un parque de atracciones, pero luego, cuando dejan los estudios, se encuentran nadando con dificultad en medio de un mar de frustraciones donde la competencia por un puesto de trabajo es feroz. Me asusta pensar que una buena parte de estos niños que ahora preparamos para el futuro jamás tendrán un puesto de trabajo y, de tenerlo, la posibilidad de que sea de por vida y bien remunerado es una idea absolutamente remota…

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