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El último de la fila

César Martín

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El colista profesional, y me divierte llamarlo así, siente la fila como su hogar, espacio habitable en el que se desenvuelve a placer. En él encuentra la intimidad necesaria para despachar los asuntos más insospechados y bien charla con quien lo acompaña, ve paisaje, despacha por teléfono o aprovecha la ocasión y sociabiliza sin importar si está delante o detrás; la víctima puede venir por cualquier lado. Además, nunca pierde la vez y siempre sabe quién es el último, demostrando unas habilidades asombrosas en lo que a estos menesteres se refiere. Eso sí, como buen técnico en la materia, jamás se le cuela nadie.

Lo admiro. Aplaudo su paciencia, tesón y absoluta dedicación a la tarea. Personalmente siempre entendí que estas esperas son una soberana pérdida de tiempo, un tremendo e inservible vacío espacio temporal. Tampoco soy de los que se desesperan y hambrían el turno con cierta ansiedad, como si no hubiera un mañana. Yo lo vivo con resignación monacal, qué remedio..., y me hacen gracia algunos de estos sujetos, sobre todo antes de embarcar en algún vuelo. Estos que, presas de los nervios, no ven la hora de estar ya en cabina preparados para el despegue, y debe ser que esto puntúa para algo, porque de verdad que, teniendo el asiento asignado, no entiendo el afán por ser el primero. Son los mismos que, deseosos de llegar al destino, se cambian constantemente de un carril al otro en la TF-5, como si desarrollasen una estrategia maestra de invención propia que recortase distancias y tiempos. Ya se sabe que el resultado, pese a que sigue intentándolo cada día, es idéntico: al final llega al mismo semáforo que su compañero de tráfico, ese que encuentra por la mañana y que no entiende que su motor tenga más caballos y mejor cilindrada. Esto, por suerte, al colista profesional no le pasa, que disfruta de su línea, recta o serpenteante, no importa cómo, siempre directa al proceso, al trámite final.

Ay la cola, la cola… ¡Qué fenómeno! No queda más remedio que pasarla, es una cuestión de organización social. Amarrado al proceso cumple uno con lo establecido, aun con sus consecuencias. La última me lleva a conversaciones vecinas que uno no debería escuchar, entre otras cosas para no dejar de perder la fe en el ser humano. Lo que, claro, es complicado, porque no es que uno tenga vocación de enterarse de lo ajeno, ni mucho menos, sino que, en estas situaciones donde toca guardar cola, hay quien, en su afán de difundir la palabra (créanme que es la única razón plausible que encuentro), tiene el volumen de voz por encima de lo deseado. Y es ahí donde me entero de cosas de las que nunca deseé tener conocimiento. En mi ignorancia mantengo la esperanza de que algo está cambiando y que esta sociedad no está perdida, o al menos no del todo. Es así como pretendo seguir, que oído lo oído, me tiemblan hasta las patas. Ni me atrevo a reproducir las perlas que me llevaron a esta reflexión. Soy incapaz. Hoy la idea es hacer un lavado mental y volver a mi estado de desconocimiento. Iluso, quizás, pero quien me lee sabe bien lo que me gusta soñar. No renuncio.

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