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Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.

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La impunidad de los corruptos

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Ha empezado el juicio a Cristina Cifuentes. En él no se juzga a la ex presidenta madrileña por el máster que nunca hizo, sólo por su presunta participación en la falsificación del acta de sus notas. Tampoco se juzgará a los profesores y a los alumnos que formaron parte de ese chiringuito de la Rey Juan Carlos que regalaba títulos universitarios. La jueza Carmen Rodríguez Medel archivó la causa cuando el Supremo rechazó imputar a Pablo Casado. Como no podía investigar al líder del PP, decidió no investigar a nadie. Todos impunes. El mensaje que se envía, una vez más, es que en este país la corrupción no se paga sino que se cobra. 

Las élites reciben trato de favor de la universidad a los tribunales, mientras la plebe tiene que esforzarse. Ahí siguen los profesores implicados dando clases y los alumnos disfrutando de un título tan válido como el de quienes estudiaron para sacárselo. Ahí está Casado liderando la oposición, aunque hay pruebas sobradas de que no fue a clase ni hemos visto su trabajo de fin de curso. Ahí está Cifuentes de tertuliana en televisión dando lecciones de política y moral pese a su máster fraudulento, sus mentiras y sus presiones para falsificar un documento público. Le costó el cargo, pero ya tiene la absolución mediática. 

La absolución mediática es aún más nociva que la judicial porque premia a los corruptos, en lugar de castigarlos. Transmite la idea de que quien la hace no sólo no la paga sino que se forra y mantiene su prestigio después de una leve pena de ostracismo. La impunidad en los medios es el camino más rápido hacia la impunidad social. Los medios están blanqueando el delito con el mismo detergente que blanquean a la ultraderecha: con el jabón de la audiencia. Los efectos en la opinión pública y la democracia son devastadores porque nos convierten en un país que además de tolerar la corrupción, la celebra. El país de la picaresca en el que muchos aplauden o excusan a los mayores pícaros del Reino porque ser como ellos es a lo que aspiran. 

En un país implacable con los corruptos, Casado habría dimitido, Cifuentes no sería tertuliana, ni saldrían cada dos por tres en los medios, sentando cátedra, personajes como Felipe, Aznar o Aguirre, que han presidido gobiernos hundidos en cloacas criminales. Estarían condenados públicamente, ya que no judicialmente. Una sociedad intransigente con la corrupción no saldría en defensa de un rey que ha evadido impuestos y ha comerciado con su país para enriquecerse en negocios con dictaduras violentas. Un pueblo decente reaccionaría como Fuenteovejuna cuando la clase privilegiada le engaña, roba y esquilma. Aquí hasta la prensa, que tiene el papel de vigilarla, se encarga de protegerla.  

Por eso seguimos siendo un país en el que la gente busca cómo hacer fiestas ilegales a pesar de una pandemia que está matando a miles de personas. Somos un país en el que youtubers y gamers millonarios deciden irse al paraíso fiscal de Andorra porque tributan menos sin preocuparse del bienestar de sus vecinos y de quienes les han hecho ricos, ni acordarse de la Educación, Sanidad, infraestructuras de las que han disfrutado durante años gracias a la solidaridad de todos.

Aquí el que no corre vuela en una carrera por ser no el más inteligente sino el más listo. De la cultura del pelotazo al capitalismo de amiguetes, se sigue esa lógica que está detrás de la impunidad de los corruptos: para qué me voy a esforzar si se premia a los que no se esfuerzan. Es el ejemplo que recibimos de reyes, políticos y lacayos, pero en lugar de censurarlo, lo imitamos, por un cálculo erróneo. Mientras ellos se llevan las uvas de tres en tres, el pueblo calla porque se las lleva de dos en dos. Somos tan necios que no nos damos cuenta de que salimos perdiendo. 

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