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Aquella chaqueta colgada en el respaldo de la silla

Lluís Sierra, segundo por la derecha, en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Barcelona. Junto a él, de izquierda a derecha, Mercè Marzo, Mercedes Luz, José María Castro, María Eugenia Ibáñez y J.J. Caballero

J. J. Caballero

Con la muerte de Lluís Sierra desaparece el último representante plenamente activo de una generación de periodistas barceloneses que vivió la edad de oro de la información local: los últimos años del franquismo, la transición y los primeros ayuntamientos democráticos.

Los periodistas de Local no éramos, ni mucho menos, la élite de la profesión. Más bien al contrario, practicábamos un periodismo sin grandes pretensiones. Sólo se trataba de ir, ver y contar las cosas, sin atisbo de demagogia ni ánimo de escándalo, pero el contacto cotidiano con la realidad llevaba a destapar buenas noticias y grandes historias. Jaume Fabre definía de forma magistral aquellos tiempos en un artículo de la época en el Correo Catalán que ha sido rescatado para una exposición sobre el Somorrostro. Decía Fabre que había dos clases de barro: el barro fijo, que es el que estaba en las calles, y el barro móvil, que es el que se llevaban los niños pegado al cuerpo.

Lluís Sierra era de los que pisaba barro y escuchaba a los que lo llevaban pegado al cuerpo. A mediados de los años setenta teníamos como referentes a periodistas como Josep Maria Huertas, el propio Jaume Fabre, Rafael Pradas, Antonio Figueruelo... Y con unos pocos años menos, a Jordi Bordas, a Maria Favà, a María Eugenia Ibáñez, a Carmen S. Larraburu, a Alfred Reixach. Después llegarían Sierra, Anna Galcerán, Enric Juliana, José María Castro, Mercedes Luz, Manuel Vilaseró, María Ángeles Alcázar, Enric Canals, Jordi Mercader…, por citar sólo a los habituales en el Salón de Plenos de la Reina Regente en aquel período que abarca desde los años setenta hasta los Juegos Olímpicos de 1992 y en que fueron alcaldes José María de Porcioles, Enric Masó, Joaquín Viola, José María Socías Humbert, Manuel Font Altaba, Narcís Serra y Pasqual Maragall.

El periodista que cubría la información municipal acostumbraba a pasar la mañana en los pasillos del Ayuntamiento. Llamabas a una puerta, preguntabas si estaba disponible el concejal o el delegado de servicios, te hacían pasar y al cabo de una hora salías de aquel despacho con una noticia para escribir esa misma tarde y un par de historias más en la cartera. Así de sencillo. Sin gabinetes de prensa que intentaran controlar o filtrar la información.

Había buen ambiente entre aquellos periodistas. Se felicitaba sinceramente al colega de la competencia cuando publicaba una exclusiva y se elogiaba al que había escrito una buena historia. Buen ambiente y generosidad, porque algunos periodistas que veían frenada una información en su medio no dudaban en pasarla a cualquier colega de la competencia que podía tener más posibilidades de publicarla.

Lluís Sierra fue “competencia” cuando él trabajaba en “El Correo Catalán” o en “Avui” y yo en Tele/eXpres y fue colega cuando se incorporó a La Vanguardia en 1986 para reforzar la información de Barcelona. Sabíamos que era un periodista solvente, trabajador, de textos impecables, al que no había que tocar ni una línea. Sabíamos también que era un buen tipo, pero no imaginábamos hasta qué punto. Nunca se enfadaba, era siempre positivo, extraordinariamente generoso, no conocía los conceptos envidia, celos, arribismo… Estos días he tratado de hacer memoria para recordar a alguna persona que hablara mal de Lluís Sierra. Y ha sido imposible: no he encontrado a nadie. Y eso es una excepción en una profesión en que es habitual poner a parir al compañero.

Sierra tenía por costumbre colgar la chaqueta en el respaldo de la silla en cuanto llegaba a la redacción. Aquella chaqueta era la señal de que andaba por allí. Con aquella americana a la vista, cuando alguien preguntaba por él la respuesta siempre era: “Pues no sé, pero anda por aquí porque tiene la chaqueta en la silla”. Aunque ese “anda por aquí” bien pudiera significar que estaba en la mesa redonda del vestíbulo de la vieja redacción de la calle Pelayo charlando con algún vecino, que se había escapado un rato al Ayuntamiento a ver qué pillaba, o que estaba charlando –y fumando mucho- con algún colega en el bar de abajo. Con Antonio Galeote, el redactor jefe de Sociedad, bromeábamos que en realidad Lluís siempre llevaba dos chaquetas y colgaba una de ellas en la silla para que creyéramos que andaba por allí. Pero el caso es que siempre acababa apareciendo con una historia.

Lluís Sierra falleció el domingo 21 de agosto en el Hospital de Sant Pau a los 61 años de edad. Ese mismo día se clausuraban las Fiestas de Gràcia. Era la primera vez en más de treinta años que no firmaba las crónicas sobre las fiestas. En las redes sociales se sucedieron las condolencias. Pero había un twitt de un periodista joven de El Mundo que describía con absoluta precisión en sólo 140 caracteres quién era y qué significaba Lluís Sierra.

Lo firmaba Víctor Mondelo @VMondelo: “Referente, maestro y, por encima de todo, gran compañero. BCN pierde a su más humilde y riguroso cronista. Lluís Sierra honró el oficio”.  A buen seguro que lo comparten todos cuantos le conocimos.

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