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El programa y la aritmética

Jordi Corominas i Julián

Hace años unos amigos propusieron ir al canódromo de la Sagrera para beber cubatas baratos y apostar al galgo que nos pareciera más simpático. Al final no fui, pero hoy, justo antes de escribir este artículo, pensé en ello mientras paseaba por Barcelona y contemplaba los insípidos carteles de una campaña electoral donde los candidatos se mueven entre el pedigrí de su imagen y el aire que se respira en la calle, a simple vista no muy preocupada por el resultado de la contienda, como si el decisivo del próximo domingo fuera un capítulo más de una eterna serie marcada por la insatisfacción de la ciudadanía con la clase política.

La única que parece generar reacciones de todo tipo es Ada Colau. Mis amigos catalanes de Madrid tienen claro que ganará y así me lo expusieron. Les dije que el run run de mi generación así parece indicarlo, pero hasta en eso conviene ser prudente porque el votante joven es mucho menor numéricamente y una cosa es el deseo de cambio y otra bien distinta toparse con otros grupos de edad con tendencias mucho más conservadoras. Dicho esto se me apareció, no se lo recomiendo, Pilar Rahola en una de sus prédicas idóneas para cierto sector de la población y comentó que no sentía ningún viento favorable a las esperanzas de Barcelona en Comú.

Estas dos impresiones responden a las dos fuerzas enfrentadas en la batalla por la alcaldía. Los demás contendientes parecen no contar, como si estuvieran aislados y sus escaños no contaran cuando en realidad serán decisivos. Todos los implicados lo saben. Lo observamos en el pésimo debate donde Bosch construía castillos de humo mientras Trías le secundaba al llenar tiempo con aquello de la futura capital de un país, una propuesta electoral de peso, sobre todo si se considera que las necesidades actuales son otras de carácter más social, tema donde María José Lecha y Ada Colau estuvieron más activas en contraste con la descalificación permanente de Fernández Díaz, insultante hasta en sus ideas sobre el Raval, y la tibieza del calculador Collboni, gran locutor de su no fotem y muy calculador desde la conciencia de la imposibilidad de vencer los comicios al quedarse vieja su izquierda de Armani en una época donde implicarse con el ciudadano de a pie es fundamental y no sólo en los actos de campaña.

El líder del PSC Condal tiene en su baraja muchas cartas de pactos, y lo mismo ocurre con Bosch. No disimularon la posibilidad de negociar en pos de acuerdos de gobierno tras la cita con las urnas para remarcar aún más su querencia, generalizada en la mayoría de fuerzas en liza, por ignorar la transmisión del programa y dejarse llevar por la inercia hacia una futura aritmética que propicie la gobernabilidad donde Ciutadans podría ser un aliado incómodo muy apetecible si se confirman los augurios de las encuestas.

Tanto Trías como Colau no descartan acceder al bastón de mando aun sin ganar. En estos meses se habla mucho de la urgencia de avanzar hacia una cultura del acuerdo, algo muy saludable por impedir abusos en el poder y equilibrar la balanza de propuestas sin caer en desmanes ni ideas monolíticas. Hasta ahí estamos de acuerdo. El problema es cuando esta idea, la del mañana, capitaliza el discurso desde una posición matemática que elude las propuestas, enterradas entre ese afán de permanecer de uno y la supuesta radicalidad de otros para que el pueblo se identifique con ellos y los diferencie de la vieja política, esa casta aferrada al sillón, esa casta que pese a no dominar tanto la comunicación en redes sociales puede agarrarse a un nutrido grupo demográfico sin voluntad de fuertes alteraciones del vuelo.

Lo más curioso de toda esta historia es que tras las elecciones europeas pensé que lo mejor de cara a las municipales era crear coaliciones de izquierda en las grandes ciudades para poder aspirar a refundar el marco progresista y darle cuerpo en ese siglo XXI donde siempre ha ido a la deriva por su incapacidad de reinventarse tras la caída del muro de Berlín y el delirio del neoliberalismo. En Barcelona y Madrid está lógica se ha cumplido y ahora sólo queda atender los resultados para ver si con ello se da una verdadera vuelta de tuerca que vaya más allá del ideal y concrete una oportunidad histórica para reformular tanto il fare politica como los modelos municipales.

En el caso de Barcelona este factor es primordial y no me extraña que Pasqual Maragall haya sido mencionado como ejemplo. Suya, con muchos aciertos y algunos errores como el de dar el pistoletazo de salida a la idea de la marca BCN tan hiperbolizada en las últimas legislaturas, es la última frontera de la transformación. 1992 marca un hito que ahora debe superarse para no caer en las garras de una muerte exitosa. El alcalde de las Olimpiadas proyectó la capital catalana al mundo, sí, pero lo hizo mediante una propuesta que primero se centraba en sus habitantes desde la mejora de aspectos esenciales que no olvidaban la fachada, que sin embargo no era la reina indiscutible de nuestros días.

La diferencia puede verse en la progresión de los bancos que encontramos esparcidos por la ciudad. Los concebidos durante el tercer nacimiento de finales de siglo XX permitían sentarse a varias personas. Los de nuestra centuria son individuales y se alejan unos de otros como si así se quisiera, además de vetar dormir al vagabundo, evitar la comunicación interpersonal porque la órbita ha virado hacia un interés fundamental hacia el capital privado sin pensar en las personas, meras manchas que caminan por el asfalto.

El decorado no basta. Tampoco la autocomplacencia. Si se prosigue con el modelo actual el riesgo es infinito porque desde una base basada en el delirio de grandeza se desatiende lo pequeño, y creo que deberíamos empezar una nueva vía desde un punto minúsculo que fuera juntando otros hasta abrazar la totalidad que es una ciudad, y eso sólo puede hacerse con políticas pendientes de la ciudadanía, absoluta protagonista de un relato enhebrado día a día desde un dinamismo capaz de ser grande sin monumentalidades, sólo con trabajo comunitario para cumplir con los verdaderos menesteres de una urbe referencial. Asombrar al mundo no es desdibujar La Rambla hasta convertirla en un lugar desagradable para los que pagamos nuestros impuestos mientras nos expulsan del centro. Asombrar al mundo. Bonita frase. En Homenaje a Cataluña George Orwell escribe admirado de esa Barcelona donde los limpiabotas llevaban en su caja los colores anarquistas. Contemplaba una realidad que al cabo de pocos meses fue aniquilada. Se truncó el sueño y quedó la posibilidad de una quimera, de una Barcelona con arrestos para plantear alternativas válidas a nivel global. Los contextos de 1936 y 2015 son muy distintos, nadie lo duda. Pese a ello creo que el resultado del domingo 24 es el más determinante en décadas. En juego está perpetuarnos en la miseria de ser actores desposeídos de su propio plató o hacerlo nuestro para demostrar el valor de la idea de ciudadanía: construir desde cada uno un edificio autocrítico enfocado a la colectividad. Por eso, porque quizá sueño demasiado y esa ingenuidad me salva, echo de menos tanta aritmética y tan poco programa. Los querría hasta mojados para tener donde asirme y vislumbrar un día después más prístino. Lo difuso es la incertidumbre, el silencio un temblor. Y concretar cuando se pretende regir los destinos de Barcelona debería ser una obligación moral. 

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