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El Diari de la Cultura forma parte de un proyecto de periodismo independiente y crítico comprometido con las expresions más avanzadas del teatro, la música, la literatura y el cine. Si quieres participar ponte en contacto con nosotros en  fundacio@catalunyaplural.cat.

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Una huida imposible

El monólogo de McPherson nos relata una huida imposible.../Marçal Font

Toni Polo

Josep Julien entra en el pequeño escenario del Espai Lliure cargado con una bolsa de lona sucia, una chaqueta por encima de la del chándal, un palillo entre los labios, un Cristo colgándole del cuello. Es un delincuente irlandés. Casi no se mueve, está de pie, quieto, pero no habla con timidez, ni con vergüenza. Como si asumiera la responsabilidad de lo que está contando: una fuga y un desamor. De cómo mató y cómo huyó y cómo no dejó de pensar en su antigua novia. Es un monólogo de Conor McPherson (autor, entre otros, de La presa) en forma de road movie (esta fuga sin fin...) que pone sobre la mesa una visión diferente del bien y del mal. La del delincuente.

El protagonista hace suyo un escenario lúgubre: cajas de cerveza en el fondo, suciedad en el suelo, una mesa y una silla, una banqueta, también rota. Nada más. Todo el peso de la narración cae en Julien, que habla con naturalidad de hechos gravísimos (es un matón que acaba envuelto en un tiroteo y un asesinato). Igual que diría Serrat, “eren els seus i han estat els únics”. Es su vida y la ha vivido de la manera que nos relata. Lo que no queda tan claro es si también ha sido su elección. Podríamos verlo como un desamparado, si su ángel de la guarda, Greta, ahora está precisamente con el hombre que lo envuelve en el desastroso episodio que lo condujo a la cárcel. Podríamos decir que no es más que un hijo de puta violento y miserable, pero no parecería justo. ¿Por qué? Porque lo que hay que ver es si la historia de este desgraciado (en esto podemos estar más de acuerdo) es cosa del destino o si realmente tiene lo que se merece. Entre tragos de whisky, resacas pastosas y crueles recuerdos de su amada, el buen ladrón, que confunde emociones y pensamientos, lo tiene claro: “La gente como yo no hacemos falta en ninguna parte”, dice. Y lo asume: “Yo no soy bueno, no ...”

Quizá cuesta seguir segundo a segundo una trama muy embrollada. Pero la tarea de Julien es importante. Consigue hacernos reír (hay cosas, dice, que “tienen una cierta gracia... enfermiza”), conmovernos y que lo compadezcamos. Sentimientos, estos, a veces opuestos que él nos despierta sin perder en ningún momento la sinceridad ni la proximidad, con una manera de hablar muy cercana y común, rellenando el relato de tacos, de comentarios soeces, de nombres de gente desconocida... (¿a quién no le han contado historias con nombres y apellidos de gente que no conoce ni conocerá nunca?) La credibilidad de Julien es total. Me queda la duda de si algunos recursos técnicos, como proyecciones o más música (hay, música, pero sólo para enfatizar algunos pasajes concretos) habrían hecho el monólogo más dinámico.

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