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Sobre este blog

Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Burdeos, con denominación de origen tranviario

El Palacio de la Bolsa.

Víctor Saura

Cuando se habla de Burdeos, viniendo de una ciudad como Barcelona, se tiene que empezar por el final. Es decir, por lo que a priori uno diría que es más superfluo y banal, y que seguramente más de una crónica sobre la capital de la Aquitania deliberadamente obvia. Es decir, se tiene que empezar hablando del tranvía.

Burdeos es, ciertamente por méritos propios, la capital mundial del vino, mal que les pueda pesar a otras ciudades aspirantes. Y su desarrollo urbano, en especial a partir del siglo XVIII, lo debe en buena medida al comercio de vino (también al de azúcar y esclavos), en su condición de puerto atlántico situado en el estuario del Garona. Pero lo que primero sorprende al viajero de hoy del Burdeos del siglo XXI es una fabulosa red de tranvías que cosen el centro con la periferia y la periferia con la metrópoli, y que se adentran con insólita tranquilidad por las calles de un casco antiguo donde la presencia de coches se ha conseguido reducir a la mínima expresión.

¿Se imaginan tranvías recorriendo las Ramblas desde Colón a Catalunya, y siguiendo por paseo de Gracia hasta la Diagonal?, ¿O bajando Vía Layetana desde Urquinaona para enlazar con la Barceloneta, o atravesando las calles Ferran y Princesa? Pues esto más o menos es lo que se ve en Burdeos, donde también hubo un agrio debate cuando Alain Juppé llegó a la alcaldía a mediados de los años noventa y puso sobre la mesa el plan tranviario y entre otras oposiciones se encontró con la de su mismo mentor, el histórico dirigente gaullista Jacques Chaban-Delmas, que en los cincuenta había eliminado los últimos tranvías que quedaban en la ciudad (nota al pie: en Burdeos los alcaldes duran una eternidad; Chaban-Delmas ocupó el cargo durante casi medio siglo, de 1947 a 1995; Juppé lleva desde entonces con una breve interrupción de un año y medio en que estuvo imputado, o sea ya pasa de 20 años).

En síntesis, se impuso el criterio de Juppé y los bordeleses tuvieron que soportar unos cuantos años de obras, pero hoy están casi tan orgullosos de su tranvía como de su vino (subrayo el casi, nada puede superar al vino), puesto que ha transformado no sólo la movilidad urbana sino que es ahora parte indisociable de la personalidad e idiosincrasia de la que también se conoce como la pequeña París.

De la antigua ciudad amurallada (o habría que decirlo en plural, puesto que existieron varias murallas) quedan cinco puertas espectaculares, cada una reflejo de una época, por las cuales circulan peatones y transporte público, y el privado sólo con cuentagotas. Esta apuesta decidida para vaciar el centro histórico de coches lo ha transformado en un recinto especialmente cómodo de patear dónde, además de un par de impersonales y masificadas calles comerciales, todo son callejones peatonalizados y pequeñas plazas abrigadas por cafés y bistrots de inconfundible aroma francés. Hay varios itinerarios bien señalizados, especialmente por todo el conjunto declarado en 2007 Patrimonio de la Humanidad. La plaza del Parlamento, donde se instalaba el mercado durante la Edad Media, es una de las más bonitas.

Cuando se sale de aquí se entra en terrenos menos lustrosos, que recuerdan a cómo era el Burdeos decadente de hace veinte años. Por ejemplo, en la ciudad hay dos grandes referencias eclesiales, y ambas traen incorporada una suerte de campanario-mirador. La Catedral de San Andrés se encuentra en la zona patrimonial, su aspecto y el de todo aquello que la rodea es de una gran belleza y pulcritud. Y si se quiere subir a la torre más vale reservar o armarse de paciencia en la cola. La Basílica de Saint-Michel, en cambio, a pesar de formar parte del centro histórico está fuera del perímetro de especial protección señalado por la Unesco. Y por desgracia eso se nota.

Entre los edificios que marcan la época de mayor esplendor de la ciudad destacan también dos, de cuño neoclásico: el Gran Teatro, en la Place de la Comédie, que algunos consideran el más importante de toda Francia, y que merece una visita por su interior. Justo a su lado se levanta una gran escultura con el personalísimo sello del catalán Jaume Plensa, que un mecenas desconocido donó a la ciudad. El otro edificio es el Palacio de la Bolsa, al lado del río, posiblemente el que mejor refleja el auge económico del siglo XVIII y el más retratado de la ciudad puesto que al otro lado de la calle se instaló un gran espejo de agua que permite hacer curiosas instantáneas con efectos reflectantes.

Volvemos ahora al que seguramente tendría que haber sido el comienzo. Burdeos tiene la total determinación de ejercer de capital mundial del vino, y por eso ha levantado un gran centro, de aspecto guggenhemiano, dedicado a la cultura vitivinícola. La Cité du Vin se inauguró hará cosa de un año y se encuentra también junto al Garona pero un poco alejado del centro, en una zona portuaria claramente necesitada de una reconversión. Si se tiene tiempo, vale la pena acercarse. El museo que acoge en su interior es un prodigio de explicaciones y está hecho con tal cantidad de recursos tecnológicos que deslumbra los niños. A banda, en la Cité du Vin se pueden comprar y probar vinos de todo el mundo, también hay exposiciones temporales, y desde su bar-mirador se divisa una bonita panorámica del río y la ciudad (siempre que la niebla lo permita).

Siguiendo río abajo y por tanto alejándose todavía más del centro histórico se llega a un lugar ciertamente curioso que interesará a los amantes de las historias bélicas. El ejército nazi construyó una enorme base para submarinos, en la época considerada indestructible. Podía alojar a 42 al mismo tiempo. Hoy es un centro cultural abierto al público donde, además de una exposición sobre su funesto pasado, se programan todo tipo de espectáculos y festivales.

Lo que conocemos como vino de Burdeos son en realidad 57 denominaciones de origen diferentes producidas en la región que rodea el estuario del Garona y en la que trabajan alrededor de 14.000 productores. Hablamos de cerca de 120.000 hectáreas dedicadas al cultivo de la viña, y salpicadas por miles de bodegas, muchas de las cuales se pueden visitar o incluso pasar la noche. A una hora en coche de la ciudad se encuentra el encantador pueblo medieval de Saint-Émilion, perfectamente conservado y que da nombre a una de las más prestigiosas DO de Burdeos. Un pueblo volcado a la venta de vino para el turista que afortunadamente ha sabido resistir a la presión turística, posiblemente porque es esencialmente de turismo de interior.

Otra escapada imprescindible situada a una hora de Burdeos, pero en dirección sur, es la llamada Gran Duna de Pilat, en la bahía de Arcachon (bonito pueblo pesquero también recomendable). Alguna explicación científica debe de tener, pero es como encontrar un trozo de desierto del Sáhara en medio de la Europa atlántica, un misterio casi sobrenatural. Se llega en coche a través de un frondoso bosque de pinos, se aparca en un parking situado todavía en el bosque, se andan unos centenares de metros y de repente surge la gran mole de arena. Hay que ir bien calzados para afrontar la subida a la duna. Por las fotos puede no parecer mucho más que una gran playa, pero visto in situ la dimensión se multiplica. Recorrerla de arriba abajo y de derecha a izquierda pide horas y estar en buena forma. Durante los meses de verano ponen una escalera para facilitar la subida, pero aún así todo el recorrido se hace sin otra tracción que la propia.

Vueling vuela de Barcelona a Burdeos.

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