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Sobre este blog

Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Costa da Morte, la naturaleza en su versión más viva

El hórreo de Carnota, uno de los más largos de Galicia con sus 34 metros, es una de las estampas de la Costa da Morte / N. R.

Noelia Román

En el fin de la tierra, la lluvia no tiene piedad de los peregrinos. Traspasa la densa capa de niebla que lo cubre todo y cae como si no hubiera un mañana. Es fina, pero intensa. Y posee una inesperada capacidad de calar hasta los huesos. Casi a tientas, los caminantes buscan el refugio del faro. Y cuando el agua da una tregua, emergen para dar unos cuantos pasos más y situarse sobre la última piedra habitable del Cabo de Fisterra.

Noventa kilómetros después de besar al Apostol Santiago, con muchísimos kilómetros más en sus pies, los penitentes pisan el antiguo fin del mundo. Y aunque el tiempo no acompaña, las sonrisas se multiplican mientras la instantánea trata de abarcar el infinito.

La bruma, cegadora, convierte el intento en creíble. No hace falta cerrar los ojos para, como los romanos, pensar que uno se encuentra en la punta de tierra más occidental del orbe. Aunque no sea verdad, el escenario invita a fantasear. El Atlántico, no demasiado bravo, se pierde en el horizonte. Varias columnas de humo blanco se confunden con la calima. Salen de las hogueras de zapatos y de ropa que alguien encendió. Y las cruces, de madera y de piedra, santifican el lugar.

“Demuestra tus creencias contra las leyes del mundo: ¡levántate y anda!”, se lee, en francés, en la base de una torre de comunicaciones que se interpone entre el faro y el mar. Encima, yacen botas, bastones, pañuelos, viejas prendas de ropa. “No dejen nada ni se lleven nada, si no lo han intercambiado”.

Fisterra, el kilómetro cero del Camino, es la última parada para muchos peregrinos. Y la penúltima para los que aún tienen aliento para concluir la peregrinación en el santuario de la Virxe da Barca en Muxía, a otro día de marcha. Es también el punto más simbólico de la Costa da Morte gallega, una de las lindezas de la provincia de A Coruña pese a su nombre.

El funesto apelativo tiene su razón de ser. La leyenda y los documentos sitúan decenas de naufragios y centenares de muertes frente a los acantilados que se suceden entre Carballo y el Cabo de Fisterre, incluso un poco más allá. La mayoría pertenecen a tiempos pretéritos. Pero los lages, los temporales y la niebla aún siguen engullendo navíos y vidas en la actualidad.

En días intempestivos como el de hoy, mejor no quedarse largo rato a la intemperie del mítico y místico cabo. Y como hasta aquí hemos llegado en coche tras aterrizar en Alvedro, el aeropuerto de A Coruña, retomamos el volante para visitar la cercana iglesia de Santa María. Alberga piezas religiosas del medievo, pero está cerrada. Así que nos conformamos con admirar su pétreo exterior y seguimos camino hacia Corcubión.

En un día soleado, la larga playa de la Langosteira, a la salida del pueblo de Fisterre, habría sido una parada obligada. Pero sigue lloviendo, la arena está mojada y los restaurantes, que prometen marisco del bueno, cerrados.

El menú que ofrece un sencillo bar-restaurante, en el inicio del paseo marítimo de Corcubión, tampoco está nada mal. El pulpo con gambas cocinado en la cazuela de barro con aceite y ajo resulta una combinación imbatible. Y unos simples calamares fritos sin fritanga saben a manjar.

Las montañas rocosas de Ezaro

La lluvia ha cesado y, con el estómago contento, nos dirigimos a Ezaro. El paisaje muda abruptamente. Los cerros poblados de verdes pinos que se suceden entre Corcubión y Cee se convierten en montañas rocosas sin apenas vegetación. Toneladas de piedra de color terroso y algunos esqueletos de árboles quemados rodean un coqueto puerto deportivo con un puñado de pequeños barcos.

Unos metros más adelante, el Museo de la Electricidad recopila la historia de este tipo de energía y precede la que, dicen, es una de las cascadas directas al mar más altas de Europa. Sus chorros se precipitan desde unos cien metros de altura. Un sendero con plataformas de madera permite llegar hasta sus pies, allí donde la espuma se transforma en mansas aguas. Pero con el verano se acabaron también los espectáculos de luz y color que se proyectan sobre el salvaje fondo.

Un enorme camión que remueve piedras para construir lo que se anuncia como un futuro alojamiento impide subir al mirador de Ezaro, en la cima de la montaña y con vista directa sobre el nacimiento de la cascada. Un paisano asegura que la panorámica, que se abre al mar, es espectacular. En otra ocasión será.

En ésta, avanzamos para contemplar el precioso hórreo que distingue Carnota. Se halla en el centro del pueblo, al lado de la iglesia, tiene unos 34 metros de largo y es de piedra con el tejado de teja. No todos los viejos graneros gallegos son así. Éste fue construido en dos fases, entre 1760 y 1783, para competir con otro de similar tamaño de la vecina parroquia de Lira. Y ya no guarda alimentos, como el palomero de piedra que se alza a su lado tampoco alberga palomas.

Son atractivos turísticos de esta población que atrae también por el singular y cambiante paisaje de sus alrededores. En Pindo, llama la atención una curiosa playa que se halla entre una lengua de tierra verde y el pueblo que se extiende a lo largo de la carretera. Cerca de allí, pequeños muros de piedra dividen en parcelas la tierra que toca el mar. Y un poco más adelante, las dunas de los arenales se cubren de verde hierba, como si fueran campo para cultivar.

Luego, entre los cerros de pinos, se alza Muros, con sus casas de piedra, sus callejuelas y sus pequeñas plazas llenas de vida. Sus playas están ahora desiertas. La marea, baja. Los barcos, varados sobre la arena. Pero la Costa da Morte está viva, muy viva.

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