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Sobre este blog

Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Israel, Jordania, El Sinaí: una maravilla tras otra

Explanada de las Mezquitas y el Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén / Foto: Gloria Ayuso

Gloria Ayuso

Fue ya hace tres años, pero lo recuerdo, junto con el de Guatemala, como uno de mis mejores viajes. Por eso mismo creo que merece mucho la pena contarlo.

El secreto es que en un mismo viaje de tan sólo tres semanas, incluso de dos si se anda apurado de tiempo, pueden experimentarse grandísimas sensaciones: la de trasladarse 500 años atrás en el tiempo contemplando cómo musulmanes y hebreos practicantes viven en la Ciudad Vieja de Jerusalén; acercarse al conflicto entre israelíes y palestinos, en lucha por una tierra completamente árida; vivir el ambiente relajado y la amabilidad del pueblo jordano; impresionarse con la espectacularidad de las ruinas de Petra; permanecer dos días en el desierto de Lawrence de Arabia, y acabar sumergiéndote entre la gran variedad de coloridos y vistosos peces en uno de los grandes yacimientos de coral del mundo, en el Mar Rojo de El Sinaí. Todo queda cerca y es la combinación perfecta.

Llegamos desde Barcelona a Tel Aviv a mediados de julio. Desde esta gran metrópoli, que no tiene nada que envidiar a cualquier otra de las grandes ciudades occidentales, nos dirigimos directamente a nuestro primer gran destino, a tan sólo unos 60 kilómetros: Jerusalén.

Allí nos instalamos en la Ciudad Vieja. Y nos gustó tanto que puede decirse que de allí no nos movimos. Pese a que los precios del alojamiento son caros –por unos 60 euros duermes en un cuarto de hotel que se las trae–, estar en el corazón de Jerusalén histórico bien valía la pena.

La Ciudad Vieja, con el mercado siempre abierto entre sus estrechas callejuelas laberínticas, en seguida nos robó el corazón. El Muro de las Lamentaciones nos sorprendió, así como el oscuro atuendo de hebreos ortodoxos y sus familias. Las mujeres, tapadas con largas faldas y con el pelo recogido bajo las cofias, denotaban la rígida disciplina a la que se veían sometidas, al igual que las musulmanas. Tanto hebreos como musulmanes paseaban por las calles en un ajetreo rutinario sin aparente atisbo de roce o conflicto. Tan sólo la amplísima presencia de jóvenes de apenas 18 años con atuendo militar y cargados con escopetas en cada calle o esquina recodaba que nos encontrábamos en una sociedad muy militarizada y con un grave conflicto como trasfondo.

Coincidió nuestra visita con un viernes de Ramadán, lo que nos impidió visitar el interior de la gran Mezquita, pero nos permitió presenciar la irrupción en las estrechísimas calles de la Ciudad Vieja de centenares de musulmanes saliendo de la gran mezquita tras la oración, y de otros tantos judíos ataviados de negro con sombrero o kipá que se dirigen al Muro de las Lamentaciones para celebrar la noche previa al Sabat. Un tremendo espectáculo, similar a la frenética actividad de un hormiguero donde parece que no existe organización y sin embargo todas las hormigas siguen en realidad su camino.

Así se cruzaban en ese pequeño espacio musulmanes y hebreos, bajo el milagro de lograr no empujarse, evitando incluso el contacto visual. Eso sí, bajo la presencia de los jóvenes armados de verde. Contemplamos la escena boquiabiertos, sentados en el bar de una esquina tomando el tradicional refresco de limón con menta, y sin perdernos nada de lo que sucedía.

Seguimos el camino de los judíos hacia el Muro de las Lamentaciones. Contrariamente a lo que pensábamos, el viernes por la noche no daba lugar a la solemnidad. Al contrario, el Muro era una verdadera fiesta. Los jóvenes judíos saltaban, cantaban… Estar ahí era para ellos una alegría y así lo celebraban.

La noche nos acogía a todos en un ambiente sereno. Con el kipá en la cabeza, que es necesario ponerse antes de entrar en el recinto, entramos cada cual en su lado del muro: hombres a la izquierda y mujeres a la derecha, en espacio separados por una pared. A través de ella, espiaban sin temor algunas mujeres, intentando atisbar hacia la zona de los hombres. Como es tradición, dejamos un mensaje entre las piedras del muro, y agradecimos que nos dejaran acceder a este lugar sagrado y de atmósfera tan especial.

Así como las religiones musulmana y judía son perfectamente palpables al instante en el ambiente de la Ciudad Vieja de Jerusalén, el cristianismo queda relegado a los monumentos que recuerdan su presencia histórica. Su representación más señalada es el Via Crucis. Siguiendo el recorrido se llega a la iglesia elevada justo en el lugar donde Jesús fue crucificado. Sorprende entonces que católicos y ortodoxos se dividen el espacio de culto en ese mismo lugar, separándolo por una pared.

Flotando en las sales del Mar Muerto

Jerusalén fue nuestra base para salidas de un día al Mar Muerto, Belén y Hebrón. En el Mar Muerto, visita que se puede complementar con la del interesante asentamiento de Qumrán, encontramos un complejo preparado para que los turistas se cambien de ropa y, sobre todo, te des la necesaria ducha posterior al baño, dado que entre el barro y el alto contenido en sal te queda una capa incrustada sobre la piel. Entrar en el agua de textura aceitosa debido a su densidad fue in duda una experiencia, así como flotar sobre la sal y aplicarse el barro sobre la piel. Un consejo de lo más lógico que no seguimos: ¡no meter la cabeza bajo el agua para evitar el contacto de la sal con los ojos!

Cruzar la frontera en Hebrón fue una experiencia, entre militares y un larguísimo pasillo formado por rejas a lado y lado. En Belén, la iglesia de la Natividad, construida donde nació Jesús, muestra una puertecita diminuta por la que es necesario bajar la cabeza para poder entrar. El lugar exacto del nacimiento nos pareció extrañamente engalanado con curiosos adornos.

Tras más de cinco días en Jerusalén, alquilamos un coche y nos dirigimos al norte de Israel: Nazaret, Tiberíades, Mar de Galilea y Cafarnaún. Cruzamos el país de norte a sur hasta Ammán, ciudad que nos encantó. Llegamos tarde y ya no quedaba en ningún puesto callejero pan para comer con el delicioso hummus que compramos –¡qué delicia el hummus en todas partes!– , de modo que una amable mujer nos ofreció una bolsa entera de pan, sin darnos opción a rechazarlo ni a pagarlo.

Visitamos unas ruinas, la mezquita y el mirador, donde celebraban una feria con puestos callejeros de comida y artesanía. Como en todos los pueblos que cruzamos, el Ramadán se celebraba con luces en las calles y en las casas, y con petardos que los niños hacían estallar cada día al llegar la noche.

Proseguimos hacia el sur de Jordania, por la autopista del Rey, una simple carretera de dos carriles, uno por sentido, que cruza el país de norte a sur, pasando entre ruinas y antiguos castillos y poblados entre medio de un bonito paisaje montañoso completamente árido. Hasta llegar a nuestro principal destino: Petra.

Estuvimos aquí tres días visitando las ruinas. No nos cansamos. La espectacular entrada por el desfiladero (El Siq) ya te deja con la boca abierta, para llegar después a la primera gran puerta El Jazneh (El Tesoro), la popular imagen que aparece en una de las películas de Indiana Jones. Visitar todo el complejo requiere de largas caminatas, para las que es importantísimo llevar agua, crema solar y sombrero que cubra hasta el cuello, para evitar insolaciones, algo que el segundo día padecimos.

La excursión hasta lo alto para encontrar Al Deir o El Monasterio, mayor que El Tesoro, merece muchísimo la pena. Allí nos quedamos tres horas tumbados frente a esa gran maravilla. Existe incluso la opción de quedarse a dormir con los lugareños bajo la luz de las estrellas.

Seguimos nuestro viaje hasta el desierto de Wadi Rum, famoso por Lawrence de Arabia, donde exploramos la zona dos días y nos quedamos a dormir en un campamento. Disfrutamos del lugar prácticamente solos. Tras la preceptiva noche mirando las estrellas y una excursión de dos horas en camello, proseguimos nuestra ruta hacia Aqaba y la frontera del sur.

Para llegar hasta el mejor lugar para disfrutar de la costa del Mar Rojo, en la península de El Sinaí, ya en Egipto, es necesario cruzar tres países y dos fronteras en un día: de Jordania a Israel a través de la frontera en Aqaba con Eliat, y de Israel a El Sinaí por la frontera de Taba. Salir de Jordania fue fácil, como lo había sido entrar. En el control de Israel nos preguntaron como siempre por todo y más. Y tuvimos que realizar una larga cola para poder cruzar hasta Taba. Una experiencia que resolvimos finalmente pagando más de lo que indicaban las guías en la frontera de Egipto.

Dahab, el templo de los submarinistas

Nos dirigimos en bus a Dahab, una ciudad turística y famosa por el submarinismo y el snorkel. El viaje en autobús por la costa nos ofreció un paisaje grotesco: centenares de complejos turísticos y de segundas residencias a medio construir, kilómetros y más kilómetros de un desolado paisaje junto al mar completamente destrozado por los esqueletos de las construcciones fantasma a medio terminar.

En Dahab, algo más viva, hicimos snorkel en las fantásticas playas, en una fabulosa experiencia de coral y todo tipo de peces de las formas más extrañas y colores más espectaculares. El famoso Blue Hole, a tan sólo un metro de la costa, se abre con 100 metros de profundidad. Siguiendo el agujero por sus bordes con la ayuda de gafas y aletas, se ve un increíble espectáculo marino. En el centro, varios jóvenes hacían apnea, bajando a pleno pulmón por las profundidades hasta que el cuerpo aguante. en un rincón de la costa, centenares de lápidas que ponen los pelos de puntas recuerdan a los submarinistas que han muerto en este conocido enclave.

Tras unos días de merecido descanso y una visita obligada al Monte Sinaí, volvimos hacia Israel y Tel Aviv, no sin la sensación de que, tras más de tres semanas de viaje y emociones, y de desconectar completamente de nuestra realidad diaria en Barcelona, podríamos seguir viajando así durante meses sin cansarnos.

La vuelta a Israel, subimos hasta Tel Aviv con un autobús de línea, el mismo que acostumbran a llenar los jóvenes militares israelíes cuando van de permiso a sus casas, y el mismo que una semana antes había sido tiroteado en un atentado. Unos días previos a nuestro desplazamiento escribimos vía correo electrónico a la embajada española para informarnos sobre la conveniencia de hacer el viaje. La respuesta, desaconsejando el desplazamiento, nos llegó dos semanas más tarde, cuando ya estábamos en Barcelona.

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