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Sobre este blog

Este blog pretende servir de punto de encuentro entre el periodismo y los viajes. Diario de Viajes intenta enriquecer la visión del mundo a través de los periodistas que lo recorren y que trazan un relato vivo de gentes y territorios, alejado de los convencionalismos. El viaje como oportunidad, sensación y experiencia enlaza con la curiosidad y la voluntad de comprender y narrar la realidad innatas al periodismo.

Santiago, un santo bocado

En pleno proceso de restauración, la fachada principal de la Catedral de Santiago recupera su viejo color / N. R.

Noelia Román

“Escuché decir una vez a un gran gourmet que si todos los hombres se nutren, solamente unos pocos saben comer”, escribió el polifacético Álvaro Cunqueiro que, además de periodista, novelista y poeta, fue un gran gastrónomo, como no podía ser de otra manera habiendo nacido en Lugo.

Sus obras homenajean de tal manera la cocina gallega que uno no puede ir a Galicia y no caer en la tentación de poner a prueba lo bien que sabe comer, por más que eso suponga después un cierto disgusto con la báscula…

Cualquier lugar de este rincón celta sirve para llevar a cabo la prueba y cómo no Santiago, el punto más visitado de Galicia y, por tanto, el más susceptible de traicionar el buen paladar.

Y más cuando buena parte de los comensales foráneos que recibe son peregrinos que, tras marchar cientos y cientos de kilómetros, arriban al final del Camino dispuestos a devorar lo que sea.

Y sin embargo, es más que posible comer bien y a buen precio en la Jerusalén de Occidente, como la llamó la aristócrata y poetisa Emilia Pardo Bazán, siguiendo el consejo de los lugareños que, obviando a veces lo bonito, devienen auténticos especialistas de lo enxebre y la buena mesa galaica, sin rascarse demasiado el bolsillo.

Y es que, en Santiago, una buena elección de bares para tapear, puede ahorrar el posterior almuerzo. En pleno casco antiguo, a escasos 200 metros de la plaza del Obradoiro y de la Catedral, algunos locales sirven con cada consumición hasta dos o tres tapas gratuitas, así que, si uno sigue la costumbre, y encadena dos, tres o cuatro cacharros –eufemismo común para referirse al vermut, el vino o similares– puede acabar con la cabeza a pájaros, pero también con el estómago lleno. 

O 42, en la calle Franco, es uno de esos bares-restaurantes en los que, si uno pide un vermut de la casa antes de la una del mediodía, el trago viene acompañado de unas simples patatas fritas. Pero no hay que desesperar. Todo es cuestión de tiempo. A esa hora, las bandejas de tapas empiezan a salir de la cocina y apenas hay que esperar unos diez minutos para que el camarero deje al lado del mismo vaso que nos sirvió hace un rato un pincho de queso manchego con chorizo.

Un pelín más tarde, llega la tapa de tortilla, poco hecha pero bien sabrosa y, finalmente, para cuando los habituales del local se sientan donde siempre y ni siquiera necesitan pedir para que les sirvan, otro pincho de queso untado adornado con una gambita. La cuenta para dos personas sube a 4,20 euros.

Saliendo del 42, a uno y otro lado de la calle, las vitrinas con hermosos pulpos aún sin cocer tientan al paseante. Pero siguiendo el consejo de Isabel, vecina compostelana, caminamos hasta la rua da Raiña, la paralela, y entramos en el Central. Allí, como ya es un poco más tarde, el vermut viene directamente acompañado de un platito de rabas, una tapa de fabada y otro platito de exquisitos pimientos de Padrón que, como todo el mundo sabe, unos pican y otros no. Pagamos 4,40 euros, damos un par de pasos y cruzamos al Sant Yago, el local de enfrente. 

Cambiamos el vermut por el Ribeiro para hacer honor a la tierra y, de entre los jamones que cuelgan encima de la barra, sale un bocadillito de buena pierna de cerdo, cosa muy lógica, y un trocito de empanada de bonito, tapa gallega donde las haya. 3,50 marca el total y seguimos siendo dos.

Bastante llenos, pero aún no satisfechos, abanadonamos las lindas piedras de la zona vieja y nos dirigimos a la entrada de la ciudad, en busca del Bodegón Os Concheiros, un pequeño templo del pulpo á feira, ubicado en la parte nueva. Cruzamos a peregrinos en marcha, pero sólo la gente local o la que acude por recomendación de algún habitual se para en esta pulpería que, más que atraer, espanta.

El local, un bajo pintado de amarillo pálido con una vieja barra al fondo y un pequeño muro separador hecho con barricas de vino, es feo con ganas. Y la carta, un trozo de papel plastificado, no invita a bien pensar. Pero cuando uno se sienta a la mesa y prueba la generosa ración de pulpo que la camarera sirve en plato de madera –como no podría ser de otra manera–, se olvida de toda la cutrería que desprende el bodegón.

El pulpo está en su punto de cocción, con el picante y el aceite justos. El pan, de hogaza, acompaña de maravilla y el vino, de la casa y servido en cunca, no desentona aunque sea peleón. El café, para rematar, es de puchero, sin alternativa.

A un precio casi imbatible, seis euros la ración, Os Concheiros –en la calle del mismo nombre– sirve hasta primera hora de la tarde y, entre la clientela, se ve algún extranjero –¿acaso peregrinos que ya concluyeron el Camino?– con el gesto torcido cuando la camarera informa de que no se puede pagar con tarjeta de crédito…

El dinero plastificado no circula allí, pero sí en la zona del Franco y de la Raiña que, en la tarde, también cuenta con algún local para merendar. Mientras algunos peregrinos, exhaustos, duermen la siesta en plena plaza del Obradoiro, junto al kilómetro cero, y otros abrazan al Apostol mirando el Botafumeiro, unos pocos celebran el Camino degustando una mousse o un tiramisú de castañas –fantástica versión del postre italiano con otro producto típico de la tierra– en el María Castaña.

No muy lejos de allí, el Casino, un café como los de antaño, es el punto de encuentro para locales y visitantes que aún tienen hueco –o ya lo han hecho– para un chocolate caliente, un postre a lo banana split o un copazo tempranero. El local fue un antiguo casino que conserva la majestuosa decoración de principios del siglo XX, con sus butacas aterciopeladas, sus cuadros de época, sus lámparas de araña y un piano negro, visible a través de la enorme vitrina que enfoca el interior desde la calle.

Los foráneos, que llegan antes y piden bebidas exóticas, quiebran el aire señorial de este lugar que, a partir de las siete de la tarde, se llena de señoras decididas a ponerse al día con toda la calma del mundo, artistas que garabatean en sus cuadernos y grupos de hombres que comentan el último lance futbolero con el Marca encima de la mesa de mármol. 

Cuando la Catedral –cuya fachada principal está aún en proceso de restauración– cierra sus puertas, la hora de la cena se acerca. E Isabel propone: la Bodeguilla de San Lázaro, cerca del Monte do Gozo; o la de Santa Marta, en el sur de la ciudad; o la de San Roque, si no se quieren mover del casco viejo; o el Restaurante de Carmen, si quieren comer unos huevos rotos al estilo del famoso Lucio madrileño.

Pero a una ya no le cabe nada más... Hasta que, pensando en si comió bien o simplemente se nutrió, recibe la invitación de una amiga para “picar alguna cosita de cena”. En su mesa, se despliega una comida frugal: bandejas de carne de varios tipos, tablas de embutidos caseros, empanada casera de sardina o de bonito, pan cocido por su madre en el horno de casa, una montaña de tentadoras filloas hechas, por supuesto, en casa, con membrillo casero para acompañar y tarta de queso casera, para rematar.

“A Compostela se acerca uno como quien se acerca al milagro”, escribió Cunqueiro. El milagro, digo yo, es no reventar.

Vueling ofrece vuelos diarios desde Barcelona a Santiago de Compostela.

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