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Colau y Azúa: cara y cruz de la misma crisis

Josep Carles Rius

Félix de Azúa explicita un rancio sentimiento machista y clasista cuando dice que “Ada Colau debería estar sirviendo en un puesto de pescado”. Pero sus palabras tienen un sentido mucho más profundo. Son la expresión del menosprecio a una autoridad moral que él y los suyos perdieron hace muchos años. Intelectuales como Azúa callaron mientras la sociedad española estaba dormida por la falsa sensación de riqueza. Y su silencio fue clamoroso en el momento en que la gran recesión provocó un descalabro social. No cumplieron, ni antes ni ahora, su papel de conciencia crítica. Todo lo contrario, fueron cómplices de las injusticias y de los abusos del poder que degradaron la calidad democrática del país y convirtieron las desigualdades sociales en abismos.

La regeneración no vino de la mano de intelectuales como Azúa, sino de la movilización social, del activismo. Primero en la calle. Y después a través de su irrupción en la política y en las instituciones. Ada Colau es una de las figuras que mejor reflejan este proceso. Su biografía es ya de por sí un símbolo de regeneración democrática. Ada Colau aporta a la política institucional el compromiso ético con los sectores más frágiles de la sociedad.

Y por eso concita el rechazo de personajes como Félix de Azúa, que desde su elitismo no puede soportar ver en la alcaldía de Barcelona a quien hace muy poco lideraba la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Azúa, sin reconocerlo, forma parte de una élite que considera a Colau, y a los ciudadanos que ella representa, como intrusos en un poder que sólo a ellos les corresponde.

Lo que está en juego en Barcelona es, precisamente, un nuevo reparto del poder, en favor de aquellos que nunca lo tuvieron. Y eso, a ojos de quienes lo han detentado siempre resulta intolerable. Incluso para Félix de Azua, que hace años abandonó Barcelona pero que, pese a la distancia, se muestra muy preocupado por una alcaldesa que “no tiene ni idea de cómo se lleva una ciudad ni le importa. Lo único que le importa es cambiar los nombres de las calles”. 

En España, la configuración de una 'conciencia' social ha estado más en el activismo que en los personajes que tan bien retrata Ignacio Sánchez-Cuenca en La desfachatez intelectual. El libro denuncia la impunidad de parte de la clase intelectual española a la hora de condicionar el discurso cultural y político en nuestro país con opiniones a menudo sectarias o infundadas. Uno de los grandes protagonistas del libro es Félix de Azúa, “que siempre tiene opiniones rotundas, tajantes, y utiliza un tono visceral, alejado del análisis, para dar rienda suelta a sus demonios”.

Lo que más sorprende a Sánchez-Cuenca de Félix de Azúa “es que se haya declarado un 'exiliado' porque decidió abandonar Barcelona e irse a vivir a Madrid. Hay que tener un ego bien puesto para presentar una decisión así como un 'exilio', sobre todo en un país como el nuestro que ha tenido en el pasado experiencias desgarradoras de exilio auténtico. Se trata de una banalización que los nacionalistas españoles celebran con regocijo, pero supongo que dejará pasmada a la gente que conserve algo de sentido común”.

Rafael Jorba, uno de los analistas más lúcidos de la prensa catalana, recuerda, en su libro La mirada del otro, que “el papel del intelectual enlaza con aquel difícil deber al que apelara Albert Camus en 1957 al recibir el Nobel de Literatura: no debe poner su pluma al servicio de los que hacen la historia, sino de los que la sufren”. Félix de Azúa no es un discípulo de Albert Camus y por eso considera que Ada Colau, que sí estuvo al lado de los que sufren la crisis, “debería estar sirviendo en un puesto de pescado”. Y sin ser consciente de ello, Félix de Azúa acaba de firmar uno de los episodios que mejor explican la cara y la cruz de la crisis política, económica y ética que sufrimos.

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