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España debe erradicar el 'faesismo'

Víctor Saura

Si algún día Catalunya se convirtiera en un estado independiente (eventualidad remota, y por tanto no imposible) sería lógico que en la plaza Catalunya de Barcelona, muy cerca del monumento a Francesc Macià, se erigiera otro dedicado a los héroes de la desconexión. Podría ser un monumento formado por los cientos de personalidades a quien la historia deberá honrar porque sin su ímpetu y gallardía no habría sido posible aglutinar a millones de personas alrededor de una empresa aparentemente alocada. Y allí habrá que poner de Eduardo Zaplana a José Ignacio Wert, de Esperanza Aguirre a Cristóbal Montoro, de Luis María Anson a Federico Jiménez Losantos, de MAR a Pedrojota, del cardenal Rouco al fiscal Cardenal, de Jiménez de Parga a Pérez de los Cobos, de Enrique Múgica a Francisco José Hernando, de Alfonso Guerra a Juan Carlos Rodríguez Ibarra, por citar sólo unos cuantos; y, obviamente, en el máximo lugar de honor, al padre espiritual de todos: José María Aznar López.

Las oposiciones para obtener plaza en el hall of fame del movimiento independentista están siempre abiertas, y candidatos nunca faltan. Ahora mismo, uno de los destacados es Pedro Sánchez. Sólo así se explica que, tras reunirse con Rajoy, salga de la Moncloa hecho un toro de Osborne, en vez de hacer lo que tocaría a cualquier dirigente socialista con un mínimo de memoria y perspectiva, que es decirle en la cara que buena parte del drama, por no decir todo, lo han escrito los que han convertido la intoxicación patriotera en la fórmula mágica para ganar elecciones.

Aquellos que han engordado los rencores y recelos como si fueran hígados de oca. La receta no ha fallado nunca, por lo que la han usado y la seguirán usando, sin escrúpulos ni miramientos. Pero quien cultiva la división y el odio como llave maestra para conquistar y preservar el poder lo último que merece son unas fraternales palmaditas en la espalda.

No es disculpa que Sánchez sea nuevo en el corral. Alguien debe quedar en Ferraz que le pueda mostrar una recopilación de las mejores portadas del ABC y La Razón, trienio 1993-96, aquellas en las que se veía a Felipe arrodillado ante Pujol (¡porque le traspasó un tramo del 15% del IRPF y cosas así!). O sin ir tan lejos, alguien le debería hacer escuchar alguna homilía del antiguo predicador de las ondas episcopales, en los tiempos que repartía estopa a diario contra Zapatero a cuenta de su tímido intento de resolver de una vez el encaje de Catalunya en la piel de toro. O que le pasen las imágenes del circo que se montó en Salamanca en hipócrita defensa de aquel botín de guerra documental que el Gobierno del PSOE accedió a devolver a sus legítimos propietarios catalanes.

¿Realmente piensa Sánchez que alguien le agradecerá su lealtad institucional? Pues que recupere cualquier ejemplar de El Mundo, cuatrienio 2004-2008, y compruebe por donde se pasaron unos cuantos la lealtad al pacto antiterrorista tras el 11-M (hace sólo unos días todavía decía García Margallo, a raíz de los atentados de París, que el PSOE utilizó el terrorismo yihadista para ganar las elecciones).

Abro paréntesis. Aquí somos más exquisitos en las formas, pero no mucho mejores en el fondo. Una máxima mil veces repetida del credo convergente reza que el nacionalismo catalán siempre ha (o había) colaborado responsablemente con los gobiernos del Estado, a fin de garantizar su estabilidad y favorecer el crecimiento económico. Esto es una verdad a medias, o sea que es falso. Mientras se han votado los presupuestos y otras leyes, que eso sí se ha hecho (sobre todo si la aritmética parlamentaria en Catalunya lo requería y a menudo a cambio de favores inconfesables), en Catalunya no se ha dejado de alimentar a todas horas la imagen de la España intolerante, hostil y agresora cuando no inculta o subdesarrollada. Aquí, hablar bien de un español es tabú, y si encima es político deviene anatema.

Cuando estos días se informa del franquismo aún parece que no hubiera españoles que lo combatieran (muchos más, por cierto, que hijos de la burguesía barcelonesa); tampoco encaja en los esquemas de muchos medios catalanes que haya españoles (es decir, españoles no catalanes) como Pablo Iglesias, Alberto Garzón o Cayo Lara que afirmen que los catalanes tienen derecho a decidir su futuro en referéndum (y no lo han dicho una vez, sino muchas), y como eso estropea el relato, mejor ignorarlo o diluirlo, porque en realidad preferimos que todos los españoles sean Aznar. Cierro paréntesis.

El caso es que, perdonen la obviedad, una parte de la retórica nacionalista catalana está plenamente justificada. Es decir, tan infantil es identificar España con el marido maltratador y Catalunya con la mujer maltratada (cosa que hacemos), como negar que hay un sustrato amplio de la población catalana que se ha sentido muchas veces ofendida por la incapacidad de los poderes centrales de reconocer y respetar nuestra singularidad nacional, más allá del folclorismo regional (cosa que nos hacen). Tanto hablar de dinero, parece que hayamos olvidado que el agravio principal tiene que ver con los sentimientos. La cantinela del expolio fiscal, con su parte de realidad y su parte de ficción, o ahora la de la intervención de las finanzas y la autonomía a través del FLA, no deja de ser un tema menor (que no quiere decir irreal).

Ha ayudado a construir la retórica convergente, y además tiene la virtud de justificar cualquier negligencia propia en la gestión de los recursos, pero la causa principal de la creciente desafección sigue estando en la incapacidad de España, o de la España que manda, en ser más Gran Bretaña.

Lo intento decir de otra manera. No creo que en todo el globo haya muchos territorios periféricos que estén encantados de la vida con el trato financiero que reciben del centro. O sea que los catalanes hacemos como todos, nos quejamos siguiendo la ley biológica de quien no llora no mama. El resto de las comunidades autónomas hacen lo mismo, y unos y otros establecemos comparaciones odiosas de patio de escuela. Pero debemos ser los únicos que convertimos esta queja en una amenaza secesionista seria (en el sentido de numerosa). Porque, más allá del dinero, hay una corriente de fondo emocional muy intensa, que incluso sentimos quienes somos alérgicos a la excitación esencialista y a la sobreactuación interesada de quienes llevan toda la vida ocultando la cartera con la bandera.

Ya nos pueden construir el corredor mediterráneo en cuatro días, o dejarnos ampliar el margen de déficit, que mientras el discurso predominante en el centro siga siendo que no hay más nación que la española, en Catalunya el movimiento independentista continuará encontrando terreno abonado. Y disculpen que vuelva a García Margallo, que extrañamente pasa por ser una de las voces moderadas del actual Ejecutivo central. Todavía me maravilla su comparecencia en EEUU junto a John Kerry, a quien había ido a mendigar unas declaraciones pro-unidad de España antes del 27-S. Posiblemente ebrio de euforia por haber cumplido la misión, el jefe de la diplomacia española soltó que “somos probablemente la nación más antigua de la Tierra. Nacimos en 1469, antes de que se descubriera América”. Sería bonito ver la cara de su homólogo si esa tontería la repitiera en una visita a China, Japón, Egipto, Irán, Israel, etc.

Para destensar las relaciones, hace unos años hubiera bastado con reconocer sin complejos que lo que se habla en Catalunya y la Comunidad Valenciana (o País Valencià, como cada uno prefiera) es la misma lengua. Hubiera bastado con dejar que algunas selecciones de deportes minoritarios (o incluso mayoritarios) compitieran bajo la bandera catalana. Hubiera bastado con reformar el Senado y convertirlo en una auténtica cámara de representación territorial con presencia de las cuatro lenguas oficiales. Y hubiera bastado con clavar un buen coscorrón (simbólico) al correligionario de turno que saliera pontificando que el castellano es una lengua perseguida en Catalunya. Ofende que 40 años después de Franco cuestiones tan simples aún estén pendientes.

Ahora la bola se ha hecho demasiado grande y ni con eso, con ser mucho, posiblemente tampoco sería suficiente. La España civilizada, que existe, no debería dejarse contaminar más por la cultura FAES, el 'faesismo'. Cometen un error (o un nuevo error) quienes se miran con satisfacción y escarnio la lógica dificultad de entendimiento entre dos mundos tan antagónicos como el convergente y el cupaire, o las desesperadas maniobras de un partido carcomido por la corrupción para no perder el timón de la nave.

Incluso los que creemos que la efervescencia indepe tiene mucho de operación de salvamento de Convergència y que a Mas y los suyos les mueve sobre todo el instinto de supervivencia, aquellos que pensamos que el resultado del 27-S es insuficiente para llevar adelante el mandato del que hablan en todo momento, no podemos dejar de reconocer que un 48% es mucho más de lo que había en 2007 cuando Montilla advertía del grave peligro de desafección si finalmente el Constitucional se cargaba el Estatuto. No le hicieron ni caso y así nos ha ido. Y eso es mérito, en esencia, de la deriva ultramontana de la derecha española desde que Aznar sustituyó a Fraga, reafirmada especialmente en el periodo de mayoría absoluta 2000-2004 (nota al margen: alguien debería analizar cómo los patrones de corrección política se trastocaron completamente durante esos cuatro años).

Gobierne quien gobierne a partir del 20-D, si no se impone como prioridad la erradicación (o al menos retracción) del 'faesismo', por decirlo con un vocablo inexistente, en Catalunya el 50% se sobrepasará más de temprano que tarde, y lo que hoy es remoto ya no lo será tanto.

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