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El blog Opinions pretende ser un espacio de reflexión, de opinión y de debate. Una mirada con vocación de reflejar la pluralidad de la sociedad catalana y también con la voluntad de explicar Cataluña al resto de España.

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Llull y Cervantes, de tú a tú

Jordi Font

Exsecretario de cultura del PSC y excoordinador de Cultura de la Diputació de Barcelona —

Algunos interlocutores hispanos de Catalunya, los mejores, se aprendieron y repiten aquellos versos de Salvador Espriu:

Sí, comprèn-la i fes-la teva, també,

des de les oliveres

l'alta i senzilla veritat de la presa veu del vent:

“Diverses són les parles i diversos els homes,

i convindran molts noms a un sol amor“

(Sí, compréndela y hazla tuya, también, desde los olivos, la alta y sencilla verdad de la tomada voz del viento: diversas son las hablas y diversos los hombres, y convendrán muchos nombres a un solo amor).

Unas palabras que me recuerdan aquellas otras, más antiguas, de Joan Maragall:

Escolta, Espanya, – la veu d'un fill

que et parla en llengua no castellana:

parlo en la llengua – que m'ha donat

la terra aspra:

en aquesta llengua – pocs t'han parlat;

en l'altra, massa

(Escucha, España, la voz de un hijo que te habla en lengua no castellana: hablo en la lengua que me ha dado la tierra áspera; en esta lengua, pocos te han hablado; en la otra, demasiados).

Ambos reflejan el viejo y loable empeño de Catalunya, que no sólo aspiró a un mayor o menor autogobierno, fruto de una “conllevancia” de mal llevar, sino a la transformación del Estado español y de España en una realidad que se reconociera también en Catalunya y en la que Catalunya pudiera reconocerse.

Lo que está en la base del actual desencuentro no es sólo la necesidad de un mayor grado de autogobierno (competencia educativa, lingüística, recaudatoria…) o de superar la injusticia en el trato (reequilibrio de las balanzas fiscales y de la inversión del Estado, etc). Se trata también y muy especialmente de la concepción del Estado.

En este, persiste la España de lengua única y mentalidad uniforme, incapaz de conjugase en plural, que no ha cesado de desmentir la “nación de naciones” que planteó un día Anselmo Carretero, que anunció Felipe González en la transición democrática y que la Constitución estableció al reconocer la existencia de “nacionalidades” (es decir, naciones) y darles un trato específico. Decía Miquel Iceta, el otro día: “Sólo podemos reconocernos en el escudo: es lo único que refleja las realidades constitutivas de España”.

Es este déficit esencial, alimentado por el martilleo del nacionalismo de Estado, lo que generó la “desafección” que devino en caldo de cultivo del otro nacionalismo, el de la Catalunya irredenta, que sólo puede realizarse mediante un Estado propio, sin mayores distingos, por fin con la gente suficientemente cabreada como para tratar de conseguirlo.

Y, en medio, el resto: los defensores de la Sepharad soñada, antaño mayoritarios y hoy minorizados, con nuestro “federalismo plurinacional” en entredicho, por falta de interlocutores suficientemente claros al otro lado. El proceso estatutario, su estruendoso acompañamiento y algunos lamentables silencios, constituyeron la revelación de hasta qué punto la concepción de España había retrocedido respecto de la que subyace en el pacto constitucional de 1978. Incluso las interlocuciones más favorables parecían orillar cualquier concepción plurinacional del Estado, dando la impresión de que sólo cabía un poco más de “café para todos”.

Y es que, como se ha dicho tantas veces, no hay cuestión catalana sino cuestión española. Catalunya está ahí y es un hecho incuestionable, plural y distinto. El problema es si el Estado español o España, como prefieran, tiene bastante conciencia de la realidad que abarca como para reconocerse en Catalunya y en el catalán. Y, en consecuencia, para ejercer de Estado también de la “nacionalidad” o nación catalana y de su lengua, igual que de la nación y la lengua castellanas.

No digo que no sean muy importantes las cuestiones económicas y competenciales también planteadas. Lo son. Especialmente, la financiación, que no debe ser sólo solidaria sino también justa, y las inversiones del Estado y su eficiencia, gravemente en entredicho ante la pervivencia del periclitado e insostenible modelo de “kilómetro cero”, que compromete gravemente perspectivas estratégicas fundamentales para Catalunya y para otros territorios de la ribera oriental -y para el conjunto español- como el Eje Mediterráneo y la Euroregión del Arco Mediterráneo.

Como sería también muy importante que España entendiera que el “demos” catalán, como venía a reconocer el bloque constituyente (con el referéndum estatutario), no puede diluirse en las mayorías y minorías del “demos” español, cuando anda en juego la relación entre ambos, a no ser que se trate de establecer una nueva modalidad de imposición.

Así lo entendió el Reino Unido respecto de Escocia o Canadá respecto del Quebec. ¿Es tan difícil entender que esta disolución -un clásico del absolutismo y del jacobinismo-, lamina los derechos individuales de los ciudadanos y ciudadanas de la nación menor, que deberían preservarse en lo referido a sus rasgos diferenciales y a la formación de su voluntad colectiva respecto de las unidades superiores?

Decía, sin embargo, que la cuestión de fondo es otra. ¿Es España, empezando por el Estado español, capaz de reconocer la realidad plurinacional y plurilingüística que engloba? ¿Y de reconocerse en ella? ¿De manera que, en su seno, obtenga pleno reconocimiento e igual cuidado la lengua catalana que la castellana? ¿Puede Catalunya y la lengua catalana hallar “su Estado” en el Estado español?

Porque la lengua catalana no es sólo una cuestión privativa de Catalunya, sino que constituye una realidad más amplia, hasta hoy gravemente preterida, cuando no escarnecida en algunos territorios. El Estado español debería, no ya respetar el modelo lingüístico de Catalunya, establecido por una inmensa mayoría parlamentaria y un pleno consenso social, sino también formular una política lingüística de Estado en defensa y por el pleno desarrollo de la lengua catalana, en sus distintas modalidades, tomando partido contra las actuaciones que se proponen dañarla y que han campado a sus anchas inspiradas por el propio Gobierno del Estado.

Esta es la cuestión que demanda respuesta del Estado, como también de los partidos y de los mediadores intelectuales y comunicacionales que pudieran jugar un papel a favor del entendimiento. Las medias palabras al respecto han sido una constante fatal desde la misma transición democrática, desde que se produjo el transversal olvido de las “nacionalidades” constitucionales. Pareció darse una entente trasversal y tácita entre cancerberos de signo diverso, como si hubieran convenido en olvidar este asunto y esperar a que el paso del tiempo “lo curara”. Una posición que parece remedar las famosas instrucciones secretas a los corregidores reales en Catalunya, en el XVIII: “Que se consiga el efecto sin que se note el cuidado”.

El cuidado fue, entonces, contundente, pero no funcionó, como tampoco funcionó el cuidado feroz de Franco. Menos iba a funcionar, después, en democracia. Sólo sirvió para que se instalara, progresivamente, en Catalunya, el convencimiento de que no había nada que hacer. España nunca debió olvidar la letra -“nacionalidades”- y el espíritu -“nación de naciones”- del pacto constitucional de 1978.

En los Encuentros de Sitges de junio de 1983, entre intelectuales de ambos lados del Ebro, se esperaba a Salvador Espriu que, enfermo, se limitó a mandar una nota que fue leída con la gran expectación y respeto que el poeta de La pell de brau suscitaba.

Era una llamada al mutuo conocimiento y reconocimiento, pero no retórico sino de verdad, tratando de abrir la única senda común imaginable, en la que él creyó, la misma en la que había creído Joan Maragall. Espriu culminaba su escrito con una frase definitiva, para quien, en Sepharad, debía escuchar: “Llull y Cervantes, de tú a tú”. Esta es la cuestión de fondo. Ni más ni menos.

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