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Pacto o insumisión

Joan Coscubiela

Todas las definiciones diversas que a lo largo del tiempo se han hecho sobre el Estado coinciden en que es una estructura política que ostenta un poder de coacción sobre una comunidad humana. Lo que Max Weber llamó “monopolio en el uso legítimo de la fuerza física” o “monopolio de la violencia”, y Marx “el reino de la fuerza de los que ostentan el poder”.

El Estado, a diferencia de otras formas de ejercicio de la violencia, precisa de legitimidad para imponer su coacción organizada.

Como nos explicaba el profesor Jordi Solé Tura, en pleno franquismo, la legitimidad del Estado para ejercer la coacción organizada requiere de la existencia de lazos de pertenencia, de solidaridad, en la comunidad humana en que actúa. Por eso, cuando esta solidaridad o sentido de pertenencia a la comunidad se debilita, el Estado pierde legitimidad. Es lo que ha pasado en Catalunya con el Estado español.

Sobre los mecanismos de legitimación del Estado en el uso de la violencia hay ríos de tinta escrita. Y muy a menudo, realidades como el penal de Guantánamo o la reacción de Erdogan en respuesta –dicen él y su régimen– al fallido golpe de Estado en Turquía nos presentan ejemplos de cuán manipulable es la frontera entre violencia legítima e ilegítima.

En todo caso, para existir como tal, el Estado, además de disponer de legitimidad democrática, necesita disponer de capacidad de coacción.

Y esta es una de las razones, la más importante, de la crisis de los Estados nación en un contexto de economía globalizada, dominada por el poder del capitalismo financiero.

Los Estados nación mantienen los atributos formales del poder, pero son impotentes para ejercer la coacción sobre unos poderes económicos globales que actúan en unos espacios territoriales y temporales que escapan a su actuación.

Esta crisis del Estado se manifiesta claramente en una de sus principales funciones, la de crear normas con capacidad de obligar. La incapacidad de los Estados nacionales para regular de manera efectiva la vida económica y social ha dado lugar a un proceso de degradación del derecho y a la aparición de formas legislativas que podríamos calificar de mutantes.

Curiosamente –o no tanto-, cuanta más dificultad tienen los Estados para regular la economía y la sociedad global, más proliferan las leyes, algunas sin capacidad ninguna de regulación efectiva, que no tienen fuerza de obligar.

Paralelamente, las sociedades adoptan actitudes de negación de esta impotencia y reaccionan mistificando las leyes como solución. El resultado de esta combinación entre impotencia de las política y mistificación social de las leyes es una proliferación legislativa que pretende disimular la falta de políticas efectivas. A menos política, más leyes, es hoy el paradigma dominante.

Esto explica la proliferación de todo tipo de placebos legislativos, diferentes formas mutantes de leyes, que contienen de todo menos normas con capacidad de obligar a su cumplimiento. La modalidad más conocida de estos placebos legislativos es el soft law, que se podría traducir como “derecho blando”.

El soft law es un viejo conocido del derecho internacional, y no es casualidad que sea su espacio natural. El derecho internacional no dispone de un poder con capacidad para ejercer la coacción e imponer las normas que produce. Por eso es frecuente que las resoluciones de Naciones Unidas queden en papel mojado y, en sentido contrario, que acciones del uso de la fuerza a nivel internacional no tengan la legitimidad de ningún poder democrático.

Hace años que el soft law desbordó el espacio del derecho internacional y está inundando las producciones legislativas de muchos Estados. Por ejemplo, con la formulación de códigos de buenas prácticas que toman la apariencia de leyes pero que no lo son. O leyes que tienen toda la apariencia y formalidad que les son propias, pero sin ninguna eficacia obligatoria y a las que cuesta distinguir de programas electorales, proyectos políticos, declaraciones de intenciones o planes de acción gubernamental. Leyes en las que el lenguaje de la parte dispositiva de la norma no se distingue de la exposición de motivos o el preámbulo en el que se exponen los objetivos de la ley.

En España, dos ejemplos muy recientes son la Ley Orgánica para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres de 2007, y la Ley de Economía Sostenible de marzo de 2011.

Este fenómeno global de degradación legislativa se expresa en Catalunya con más intensidad. Porque a la crisis del Estado nación que nos afecta como poder sub-estatal se añaden las limitaciones de la inexistencia de Estado propio y a la vez la ficción de querer actuar como si lo fuéramos. El resultado es que, en Catalunya, la proliferación de normas sin ninguna incidencia reguladora real llega a la cima del paroxismo.

En Catalunya, se usa y abusa del soft law, e incluso se va un paso más allá en la creatividad de formas legislativas placebo que pretenden esconder la falta de capacidad de obligar.

El procesismo, en su necesidad de presentar como fácil, rápido y real un imaginario complejo y complicado de alcanzar, se ha inventado nuevas modalidades legislativas que podríamos calificar como wish law y consolation law. Leyes deseo y leyes consolación. Es la vía catalana, la reacción a una doble negación: la de la crisis de los Estados nación y la de la imposibilidad de construir un nuevo Estado sin disponer del monopolio de la fuerza.

Esta legislatura está siendo prolífica en la producción de proyectos de leyes que no tienen ninguno de los atributos propios de una ley: contener derechos y obligaciones con capacidad de imponer su cumplimiento.

Un ejemplo de Wish Law es el Proyecto de Ley de Reforma Horaria, que expresa un objetivo no solo loable sino necesario, pero que choca con la falta de capacidad de obligar. Y no solo por la inexistencia de Estado propio, sino también por las dificultades de regular un hecho que tiene dimensiones humanas pero también económicas frente a unos mercados y una economía globalizada que ejercen de facto esta fuerza reguladora. Un deseo, un objetivo político, por muy digno que sea, no es una ley.

La degradación legislativa afecta especialmente al ámbito tributario, no en vano es uno de los ámbitos en los que nació el Estado nación y en el que más resistencias ofrece a desaparecer. A la vez, es uno de los espacios en que se hace más evidente la fuerza reguladora de la economía global, vía dumping fiscal, que acaba vaciando de fuerza real a los Estados.

Ante las limitaciones competenciales en materia tributaria reiteradas por el Tribunal Constitucional, algunos partidos proponen la “desobediencia tributaria”, y plantean recuperar los impuestos anulados por el TC. Obviando que, sin capacidad para obligar a los contribuyentes, sin disponer del monopolio en el uso legítimo de la fuerza física, la normativa tributaria es papel mojado.

Y en un nuevo paso en este tobogán de degradación de la ley, y con ella de la política, se ha producido la aparición de lo que podríamos llamar consolation law.

Para tapar la negativa de JuntsPelSí a la reforma del tramo catalán del IRPF, al impuesto de sucesiones y donaciones y al impuesto de patrimonio, JxSí y la CUP presentan como placebo un impuesto que se disfraza de “grandes fortunas” y al que llaman de “bienes improductivos”.

Todo apunta a que esta ley, si alguna vez entra en vigor, acabará creando un impuesto improductivo en su capacidad recaudatoria que solo tendrá un efecto: limpiar malas conciencias por haber renunciado a hacer pagar más a los que más tienen para financiar políticas sociales; Consolation Law.

En el horizonte de 2017 ya se ha anunciado lo que podría ser la cima de esta estrategia de hacer leyes sin ninguna fuerza de obligar, porque no disponen del monopolio legítimo de la fuerza. Es la llamada Ley de Transitoriedad Jurídica, que tendría como objetivo, dicen sus promotores, la substitución de todo el entramado de legalidad española por una nueva legalidad catalana que, entre otras cosas, serviría para legitimar la celebración de un referéndum unilateral y la posterior declaración unilateral de independencia.

Suponiendo, que es mucho suponer, que el Parlamento de Catalunya, con su actual composición, pueda adoptar una decisión de esta naturaleza –hay que recordar que para reformar el Estatuto de Autonomía es necesaria una mayoría cualificada de dos tercios–, nos volvemos a encontrar de nuevo con el gran obstáculo: las leyes, para serlo de verdad y tener algún tipo de eficacia, necesitan tras de sí un poder con capacidad para imponerlas mediante el uso de la fuerza.

Creer que se puede hacer un RUI que tenga algún tipo de eficacia política o que se puede aprobar una ley que permita el tránsito, de la noche a la mañana, de la legislación española a la catalana, sin acuerdo con el Estado, es negar las evidencias históricas de lo que es un Estado. Sin disponer de la capacidad de coacción que proporciona el uso legítimo de la fuerza propio de los Estados, no es viable este camino mas que en el imaginario ficticio en el que se mueve la política catalana desde hace ya cuatro años.

Estamos otra vez en el punto de partida de un proceso circular que va dando vueltas sobre sí mismo. Para provocar un cambio en el estatus político de Catalunya, además de buscar la legitimidad interna que solo puede dar un referéndum que esté asumido como tal por la inmensa mayoría de la ciudadanía de Catalunya, es necesario que se produzca una transferencia del poder de ejercer la fuerza. Y esto solo es posible o mediante el pacto o mediante la insumisión, una insurrección –que no significa necesariamente el uso de la violencia. El reconocimiento internacional siempre viene después, a pelota pasada, nunca antes.

Dicho así, puede sonar muy fuerte, pero es una de las evidencias en las que coincidieron todos los expertos que pasaron por la Comisión del Proceso Constituyente. Todas las experiencias comparadas, sin excepción, confirman que la substitución de un poder constituido por un nuevo poder constituyente siempre se ha producido o bien por impulso o aceptación del poder constituido –motu proprio o mediante el pacto– o bien por la vía de la insurrección o la insumisión.

Este imaginario de una tercera vía por la que un día nos iremos a dormir con la legalidad del Estado español y a la mañana siguiente nos levantaremos con la legalidad de un nuevo Estado catalán, solo tiene el objetivo de mantener viva la llama de la ilusión, ante las evidencias de que un proceso fácil, rápido, sin riesgos ni costes, no existe.

Claro que quizá de lo que estamos hablando no es de independencia ni de federalismo, ni tan solo de un referéndum, sino del inicio de la próxima campaña electoral de otras elecciones excepcionales o plebiscitarias, que esta vez se podrían bautizar como “constituyentes”, como las que se han repetido en Catalunya desde septiembre de 2012.

El resultado de tantos movimientos tácticos para burlar al Estado español es que otra vez se está engañando a la ciudadanía de Catalunya.

O pacto, o insumisión.

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