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La ciudad de los prodigios(os) alquileres

Una activista empapela un cartel de una inmobiliaria durante la manifestación en contra del aumento del precio del alquiler

José Mansilla

“Considering property investment in Spain? It’s more profitable than you might think”. Este y otros anuncios similares poblaban el interior de una de esas revistas corporativas, llenas de publicidad, que es posible encontrar cuando coges un vuelo en una compañía de low cost (ignoro si en las otras, porque no me las puedo permitir). Fue hace unos días, al volver de un viaje al Norte de Europa por temas laborales.

Al llegar a casa, sin embargo, otra señal me esperaba en el buzón, “Urgente. Somos expertos en la venta de los inmuebles en Cataluña a los compradores extranjeros procedentes de Rusia, Ucrania, Kazakstan y Oriente Próximo. Nuestra agencia está en el mercado ya 13 años…”. Más allá de los errores gramaticales en una carta que venía en castellano y, entiendo, en ruso, lo que ambos anuncios parecen indicar es que, a nivel internacional, aunque también local, Barcelona y algunas otras ciudades en el contexto del Estado español se presentan como lugares ideales para jugosas inversiones inmobiliarias.

Miremos un poco los datos. Según el último informe publicado por Tecnocasa en colaboración con la Universitat Pompeu Fabra (UPF), el 32% de las compras de viviendas en la ciudad son ejecutadas por inversores, más que por los futuros moradores de las mismas, siendo, a su vez, el 17,7% realizadas por capital extranjero. La vivienda lleva tiempo convertida en una mercancía, solo hay que recordar la famosa crisis del ladrillo, pero su importancia en las economías locales ha retomado protagonismo con renovados bríos. Si en el conjunto del Estado, entre 2007 y 2014, no se construyeron apena viviendas, respuesta lógica en aquellas zonas donde existía un superávit de las mismas -efecto clásico de las burbujas-, en aquellas áreas donde existía un déficit estructural, como en la capital catalana, esta merma en la entrada de nuevas viviendas en el mercado, unida al hecho del poco suelo disponible, a la ausencia de un parque público reseñable y a una política local de vivienda propia, entre otras cuestiones, hizo desplazar, aún más, la búsqueda de una respuesta a la necesidad de un hogar hacía el mercado del alquiler.

Por todo ello, y volviendo a los datos ofrecidos por el tándem Tecnocasa-UPF, entre los años 2014 y 2016 la rentabilidad del alquiler se volvió, no solo estable, sino también muy interesante en comparación con otros productos de inversión, alcanzando una media del 4,38% en aquel entonces, más del 5% hoy día, según señalaba Albert González, Team Leader de Alquileres de la inmobiliaria Engel and Völkers (tenía que llamarse Engel) en el reciente reportaje ofrecido por TV3, Barcelona es lloga. Así, esta circunstancia es aprovechada por los inversores antes mencionados para hacer su particular agosto.

Además, según la Agencia de l’Habitatge de Catalunya, a finales del año pasado, el mercado del alquiler ya mostraba ciertos signos de saturación, es decir, necesitaba de la entrada de nuevas viviendas para continuar satisfactoriamente con su triunfal proceso. De forma que esto, sumado a la supuesta reactivación económica general ha hecho aparecer mayores expectativas de precios y rentas vinculadas, una vez más, al alquiler, llevando a que tanto las nuevas promociones que se han comenzado a construir en los solares acumulados durante los años de parón, así como en el poco suelo disponible, pero también la compra de antiguas fincas –inquilinos incluidos- de distintos barrios de la ciudad y la retirada del mercado de viviendas para su uso como apartamentos turísticos, hayan creado un cocktail explosivo que ha llevado a que los precios de los alquileres superen, hoy día, en más de un 20% los de antes de la crisis.

El camino para llegar a esta situación no ha sido rápido, ni tampoco fácil. Se han tenido que producir numerosas circunstancias, algunas inesperadas, pero otras, la mayoría, impulsadas desde distintas instancias públicas y privadas: la ya mencionada inexistencia de una política pública de vivienda que verdaderamente pudiera llevar ese nombre; la apuesta por la conversión de Barcelona –y otras localidades- en ciudades globales sin tener en cuenta lo anterior y dejando que el famoso y neoliberal efecto trickle-down hiciera su trabajo en la asignación de recursos y en el reparto de la riqueza; la desregularización del mercado del alquiler a nivel estatal; el impulso a los cambios culturales necesarios para que la vivienda fuera considerada, finalmente, una mercancía –un país de propietarios antes que de proletarios-; una apuesta decidida porque los motores de la economía fueran los servicios y el sector inmobiliario; la liberalización del suelo; las reformas en el mercado laboral; la apuesta por el turismo como vector económico fundamental en los procesos de restructuración urbana, la oferta de visados a aquellos extranjeros que compren viviendas por cuantías superiores a los 500 mil euros, etc.

Ante todo esto solo hay una forma de responder: con potentes y decididas políticas públicas que intervengan en la medida de lo posible en el mercado de la vivienda, tanto de compra como de alquiler, desoyendo los cantos de sirena que apuestan por dejar todo en manos de un Mercado supuesto representante máximo de la eficiencia en la asignación de recursos; los mismos que alegan que la situación actual se debe, precisamente, a que el trabajo de éste se ve sometido a las injerencias de los poderes públicos.

Justo en el viaje al Norte de Europa con el que empezaba el presente artículo, tuve la oportunidad de escuchar al geógrafo norteamericano Don Mitchell comentar algo al respecto que quiero traer aquí a colación: el mercado inmobiliario actual no está funcionando incorrectamente, como se suele alegar, al revés, funciona a la perfección, y deriva los beneficios a los que tienen el poder sobre él, los inversores. No nos olvidemos de esto si queremos que Barcelona, así como otras ciudades, dejen de ser la ciudad de los prodigio(os) alquileres.

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