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La exclusión de la duda

Manifestación de la Diada 2017

Jordi Corominas i Julián

De pequeño me enseñaron que el 11 de septiembre era la fiesta nacional de todos los catalanes, algo vigente hasta este lunes, fecha designada por el Govern de Carles Puigdemont y las entidades soberanistas como la Diada del Sí, algo que aparta de la celebración a muchos ciudadanos contrarios a esa respuesta tan afirmativa.

Hace ya muchos años leí la historia de una plaza cercana a la ronda de Sant Antoni. Se llama plaza de la Duda y recibe su nombre porque, cuando esa zona estaba repleta de campos, dos campesinos discutieron sobre la propiedad del agua que manaba de una fuente. Al no ponerse de acuerdo, se canceló la disputa y así nació la peculiar denominación del lugar, anteriormente una calle de fama prostibularia.

La duda es positiva porque implica reflexión, dilemas y alejarse del pensamiento único tan típico de nuestra época desde múltiples coordenadas, como si la diversidad fuera un pecado y discrepar del rebaño hegemónico, no siempre mayoritario, un atentado a la moral imperante. La semana pasada asistimos a su vapuleo en el antiguo arsenal de la Ciutadella por una firme voluntad de saltarse las leyes a la torera, algo muy español, mal que les pese a los impulsores de la ruptura, y demonizar a los defensores del aparato democrático, los mismos que Jordi Sánchez definió con la expresión ruido parlamentario.

El abandono de las fuerzas de la oposición catalana es el envés de otra moneda histórica. Durante gran parte de la Generalitat Republicana los miembros de la Lliga Regionalista, que por aquel entonces cambió su apellido por Catalana, vaciaron sus asientos al discrepar de las políticas de Esquerra Republicana y sus aliados, ganadores tanto en votos como en escaños de las elecciones al Parlament. Tan fuerte fue la refriega que recurrieron al Constitucional la Llei de contractes de conreu. De este modo, poco a poco, se llegó al fatídico octubre de 1934, tan mencionado de forma errónea estas últimas semanas.

Ahora sabemos que los gobernantes venden una supuesta supremacía tras unas mal llamadas elecciones legislativas. Dicen que durante los dos últimos años la aritmética ha propiciado que la CUP marque la pauta. Puede ser, pero más allá de eso estamos ante un momento inédito donde los supuestos partidarios de un diálogo lo han negado a la otra mitad del país, excluyéndola sin posibilidad de debatir. Practican este dogma sin tapujos y lo exhiben con un desparpajo siempre más descomunal, ofensivo hasta el punto de permitirse calificar de fascistas en las siempre tóxicas redes sociales a todos aquellos que no comulguen con sus postulados, se llamen Coscubiela, Évole, Iceta o Arrimadas.

Lo cierto es que, tras la aprobación del disparate, esa vergüenza absoluta en el que debería ser el lugar más democrático de Catalunya, las barbaridades no han parado de crecer, desde eso de hablad con los alcaldes hasta la astracanada, todo muy ejemplar, de imprimir las papeletas en casa, lo más normal en consultas legales y garantizadas, pero ya sabéis que Jordi Turull es un magnífico nido de ocurrencias, casi al nivel de Julian Assange o del creador de las zapatillas del Sí.

Ojo, volvamos a lo de siempre, todo es muy previsible. Rajoy sigue enrocado, lo mismo que Puigdemont. Los alcaldes reacios al referéndum, con Ada Colau a la cabeza, se han vuelto muy incómodos, hasta el punto de ser atacados constantemente por su postura. Colau primero dijo no y ahora mantiene una calculada ambigüedad. Desde mi punto de vista debería seguir con su negativa por una cuestión de coherencia. Los Comuns han dicho desde el principio que están a favor de una votación con garantías legales porque no quieren otro 9N. Este argumento es esencial, como también lo sería que todos, absolutamente todos, abandonaran la pataleta continua y la bronca infinita para elaborar algunas propuestas concretas de cara a resolver el entuerto.

Como ni Madrid ni la Generalitat lo hacen quizá correspondería al partido de Ada Colau mover ficha y poner en la mesa medidas que fueran más allá del referéndum, un nocivo pez que se muerde la cola y nos agota jornada tras jornada. Quizá el gesto no desatascaría el Procés, pero al menos serviría para mostrar un talante distinto en este páramo absolutamente yermo de ideas. De este modo reforzaría su perfil de alternativa al pensamiento único independentista y podría plantear un frente donde de verdad se negociaran las proposiciones, como suele ocurrir con cierta frecuencia en el Ayuntamiento de Barcelona.

Porque al fin y al cabo lo normal es que dos trenes que son incapaces de mirar a los lados choquen, y la solución a tanta inquina reside en hablar desde una voluntad reformista que implique ceder por ambas partes, demasiado obcecadas en su exclusión de cualquier cavilación. Los de aquí al estar dominados por abstractos y desatados furores. Los de allá porque se empeñan en usar los recursos estatales sin proponer un punto de desbloqueo. Como entenderán así podemos pasarnos milenios. A veces he pensado, ya que comparamos con tanta facilidad, en el 14 de abril de 1931. Macià proclamó la República Catalana dentro de la Federación Ibérica y al cabo de dos semanas Álcala Zamora vino a Barcelona para calmar los ánimos y conceder la Generalitat y la promesa de un Estatut, el de Núria.

Si menciono este episodio es porque no resulta difícil imaginar urnas el domingo primero de octubre e insensatas proclamaciones esa misma noche o a la mañana siguiente. Entonces Rajoy debería reaccionar, pero por desgracia no tiene ningún pacto de San Sebastián con Puigdemont y nadie sabe qué pasará estas semanas, absolutamente nadie, ni ellos mismos.

La manifestación de hoy era impresionante, sí, pero han asistido algunos centenares de miles menos que en otras ocasiones más Arnaldo Otegi, cajas de subsistencia para pagar multas y lemas equivocados, porque no veo guerra a mi alrededor y usar Libertad con tanta simpleza y facilidad banaliza la palabra. Eso no excluye que lo ideal sería votar en condiciones, una quimera sólo realizable con otras caras y otros aires, porque cuándo un gobierno elegido democráticamente aparta a más de la mitad del censo electoral su credibilidad se reduce a menos cero. Ojalá los próximos años desaparezcan estos atisbos tan terribles, los mismos que aspiran a enterrar la duda y claman por hacer mucho ruido sin vocalizar nada válido.

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