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La innovación pedagógica: ¿Un proyecto elitista?

Marina Subirats

Ha comenzado en Catalunya un cambio educativo que esperamos que sea imparable. Tras años de debates sobre aspectos organizativos, una parte notable del profesorado ha dicho basta. Los contenidos y formas pedagógicas actuales están desfasados, hay que repensar qué significa educar en pleno siglo XXI. Esto ha provocado el nacimiento de un movimiento que estalla desde abajo, desde las escuelas, que se plantea una renovación profunda. Y que empieza a cuajar en cambios concretos, en varios centros que trabajan para esta renovación, porque la enseñanza tradicional ya no les funciona, y a menudo son los propias alumnos los que, con su actitud, evidencian que hay que cambiar si queremos que la escuela sea el lugar apasionante y maravilloso que puede ser.

Los ejes centrales de esta innovación/renovación se han empezado a plantear. No es mi propósito detallarlos aquí. Solamente diré, porque viene a cuento de lo que quisiera contar, que descansan sobre un elemento central: la eliminación de barreras, de clasificaciones, de separaciones. Y, como siempre que se opera un movimiento de caída de compartimentos y divisiones, esto supone el acercamiento entre la abstracción de los saberes y la realidad inmediata, entendida como la vida de cada día, el entorno próximo, las relaciones frecuentes. Quizás no ve de entrada la relación, pero trataré de explicarme.

A partir de los años setenta del siglo pasado la escuela se incorpora, en España, a un modelo que ya estaba vigente en otros países de nuestro entorno. Es el gran aparato colectivo para integrar a todo el mundo a las formas de la vida ciudadana, que se va haciendo hegemónica, incluso para quien vive en el campo; y, a la vez, para establecer la primera jerarquía entre los individuos, la primera clasificación, que etiqueta su valor en un mercado de trabajo que ya es muy amplio, donde la gente no se conoce de toda la vida y por lo tanto hay que elegir al personal en función de algún criterio objetivo. El nivel de estudios se convierte en el pasaporte para las diversas posiciones laborales: personal sin cualificación, cualificación media –con matices diversos–, cualificación superior –también matizada por las propias jerarquías universitarias–. Para poder llevar a cabo esta función, el sistema educativo se transformó, y se convirtió en una especie de carrera de obstáculos, de modo que se pudiera medir hasta dónde llegaba cada uno, qué etiqueta acababa recibiendo. Ya no se trataba de construir personalidades completas, como se había pretendido en los movimientos pedagógicos más avanzados del primer tercio del siglo XX, sino trabajadores disciplinados y preparados para ocupar diferentes ámbitos de la pirámide productiva, y era necesario que el método de selección apareciera como lo más objetivo posible, cuantificable, estandarizado, universal.

Comenzó así un período en que la escuela se concentraba no en la educación integral, sino en lo que podemos llamar instrucción: el aprendizaje de saberes abstractos, librescos, sin relación con el entorno de las criaturas ni con su vida cotidiana; la cultura no tiene nada que ver con la vida, es simplemente un ejercicio de disciplina para demostrar que se es capaz de hacer el esfuerzo, de adaptarse, de aprender lo que toca, le importe a uno o no. Por lo tanto, separación entre abstracción y concreción, lejanía y casi desprestigio de todo aquello que pueda aparecer como útil, aplicable, cercano, incluso emocionante.

Asimismo, compartimentación de los saberes, los tiempos, los espacios, los cursos, los horarios, los programas. Cuanto más troceado está el saber en pequeñas dosis, más controlable, examinable, susceptible de ser convertido en notas. Fragmentación, programación, currículo, horario, profesor especialista, examen, fracaso o éxito, buena o mala nota. ¿Dónde está, a todo esto, el alumnado? ¿Y sus vivencias, curiosidades, preguntas, intereses? No son necesarios. Ya ha habido quien ha teorizado ampliamente que la letra con sangre entra , y que esto es lo que hay: esfuerzo y disciplina.

Es hora de cambiar, y de ver lo esencial en la educación, ahora y hoy, en una sociedad que ha cambiado tanto. Por eso hay que olvidarse del curriculum tal como es actualmente y deshacer divisiones y clasificaciones. Hay que conectar la educación y la vida.

Ahora bien, el aspecto del que quería hablar aquí es otro. Se han empezado a escuchar algunas voces, en los últimos meses, que sugieren que esta puede tratarse de una educación elitista, que favorecerá más a los niños y niñas que proceden de clases altas y medias, con niveles educativos familiares también altos, y perjudicará a las que vienen de familias con nivel cultural bajo. Y, en este sentido, este cambio educativo será todavía más un elemento de desigualdad, de aumento de un clasismo que ya es muy patente en nuestro sistema educativo.

Es demasiado pronto para juzgar unos cambios que apenas se están iniciando, y que no sabemos todavía qué efectos positivos y negativos pueden tener. Sin embargo, desde el punto de vista teórico no estoy de acuerdo con que este tipo de cambio deba ser elitista, o que pueda ser negativo para la democratización del sistema educativo y pueda fomentar la desigualdad. Lo digo por dos razones.

La primera: las innovaciones, en nuestras sociedades, suelen comenzar por los niveles sociales altos. Los ejemplos son múltiples. Ir de vacaciones, viajar al extranjero, aprender idiomas y muchas otras fueron innovaciones que comenzaron a difundirse a partir de los niveles sociales altos, y que luego fueron copiados y reproducidos en otras clases y capas de la sociedad. Inicialmente podemos considerar que son signos de elitismo, o que su introducción agudiza la distancia entre unos y otros grupos. Pero las innovaciones ahora se difunden rápidamente. La innovación educativa, si funciona bien, se extenderá rápidamente, y no tiene por qué convertirse en un elemento distintivo de la escuela privada y concertada. Al contrario, ya hay bastantes escuelas públicas que han empezado a introducir cambios, por lo que la diferencia clasista, si llega a producirse, puede que dure muy poco tiempo. No podemos detener la innovación por el simple hecho de que se difunde inicialmente en los sectores socialmente altos. Lo que hay que promover es que, si la innovación es positiva, muy rápidamente pase a la mayoría de las escuelas.

Hay una segunda razón por la que se podría considerar elitista la innovación pedagógica que se plantea, y que es de un orden más complejo. Tiene relación, y perdonad que aquí utilice un argumento más teórico, con los trabajos que desarrolló Basil Bernstein en Inglaterra hace ya varios años, en los que mostraba que cuanto más troceado y clasificado era un mensaje educativo, más fácil resultaba para el alumnado procedente de clase trabajadora, dados los códigos lingüísticos adquiridos su familia y su medio social; y que, en cambio, todo lo que requería más criterio propio, porque se movía dentro de una mayor ambigüedad –es decir, menos precisión en la clasificación– funcionaba mejor en la clase alta y media alta, culturalmente más afín a este tipo de mecanismos mentales. Bernstein hizo un trabajo muy sutil, y llegó a demostrar empíricamente esta hipótesis. Desde su teoría podría parecer, efectivamente, que los cambios que ahora se proponen pueden perjudicar a los niños y niñas procedentes de medios populares, para los que puede ser relativamente fácil aprender a dividir o memorizar un listado de nombres de ríos, y más difícil hacer un proyecto si el marco de acción no está previamente bien definido, porque les cuesta saber qué se les está pidiendo.

Pero, curiosamente, mi hipótesis va en el sentido contrario. Sabemos también, por los trabajos de Bourdieu, que la cultura libresca, la que tiene suficiente legitimidad para ser transmitida en las aulas, se corresponde en mayor medida con la cultura de las clases cultas, aquellas que disponen de mayor capital cultural, en términos de este autor. Mientras que todo lo que es más cercano, que tiene más relación con el entorno y lo cotidiano, es mucho más parecido para todos los grupos sociales, y por lo tanto tiene un menor efecto discriminador en relación a los resultados del aprendizaje. Si las escuelas orientan la educación no hacia conocimientos abstractos y lejanos, sino que parten de elementos de la realidad inmediata, la posibilidad de interés y éxito de las criaturas procedentes de ámbitos populares incrementa. Daré un ejemplo, para que quede claro. Si la química se enseña a partir de la abstracción memorística y de ejemplos de aplicación totalmente desconocidos para los niños, sólo los más avezados en la abstracción conseguirán acercarse. Si lo que se hace es partir de la cocina, y experimentar con los fogones, la preparación de las salsas, de las cocciones o las licuaciones, por ejemplo, y se aprovecha la experiencia para explicar las reacciones químicas que hay detrás, todas las criaturas tendrán una experiencia directa, y es mucho más probable que a partir de aquí aumente su interés y disminuya el fracaso escolar.

Desde mi punto de vista, el cambio educativo iniciado es indispensable, y creo que será beneficioso para todos, a pesar de los muchos obstáculos y resistencias que posiblemente generará.

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