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El pionero de los huertos en azoteas tiene 100 años y vive en Barcelona: “El ecologismo siempre ha sido lo mío”

Joan Carulla enseña los nísperos de su huerto

Marta Aresté Mòdol

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Entre las azoteas del barrio de Navas, en Barcelona, se esconde un oasis verde. Varios árboles frutales y una larga hilera de verduras y hortalizas: ajos, patatas, berenjenas, espinacas… Es el tejado de Joan Carulla, un abuelo que cumple 100 años esta semana, y que se siente sobre todo orgulloso de su parra. “Ahora es el supermercado de las palomas”, dice, riéndose. “Siempre vienen, cogen una uva y se van”. Ha llegado a coger cien kilos de esta fruta al año. 

Carulla es un pionero de los tejados verdes. Este hombre centenario lleva más de medio siglo, desde los años 60, dedicándose a este huerto urbano de 150 metros cuadrados, el primero que se conoce en la ciudad. Aunque sube a la azotea como quien sale a dar un paseo por el campo, reconoce que a veces le duelen las piernas. “Cojo esa caja de ahí, me siento y riego el huerto con paciencia”, explica. 

Hoy la agricultura urbana es una tendencia al alza en las grandes ciudades de todo el mundo, desde los tejados de Barcelona hasta los de Manhattan, pasando por Londres o Berlín. Pero no era así en pleno desarrollismo en los 60. Así lo cuenta este agricultor nacido en Juneda, Lleida, en las memorias que ha recopilado en el libro Mi siglo verde (Editorial Icaria), escrito inicialmente a máquina con su Olivetti y en colaboración con el periodista Carlos Fresneda. 

En el tejado de Carulla huele a tierra, un aroma difícil de encontrar en suelos urbanos como el de Barcelona, que además están a precios disparados. Mientras se agarra a los postes por los que trepa la parra de uvas, este abuelo suspira y dice: “Yo aquí me siento bien”. Y abunda, convencido: “¿Hay alguien que no se sienta bien en medio de un bosque donde se puede respirar aire cargado de oxígeno?”, se pregunta. 

Además cultivar en esta azotea, que está encima del quinto piso en el que él vive, Carulla también tiene huertos en otras dos terrazas. “Abajo ya tengo tomates”, confiesa. Presume de que puede comer de sus terrazas gran parte del año, y lo que le sobra, se lo da a su familia. Nunca ha hecho negocio con ello. “Viendo cómo de agradecida es la tierra, yo me doy por bien pagado”, admite el agricultor. 

A pesar de la sequía, el agua nunca ha sido un problema para él. Carulla recupera el agua de la lluvia a través de un sistema de acumulación en recipientes y almacena hasta 9.000 litros, lo que le permite regar con agua de lluvia casi todos los meses del año. 

Del campo de Lleida a la ciudad 

Carulla procede de una familia de campesinos, de quienes aprendió a amar la tierra. “Éramos muy pobres”, confiesa Carulla. “Nací en una habitación que tenía marco de la puerta, pero no teníamos dinero para hacer la puerta”, explica, para dar un ejemplo de las estrecheces que pasó.     

Lo que daban las tierras de la familia también eran para consumo personal. En 1931, abrieron una tienda en pueblo en la que se vendía lo básico, desde bacalao, que entonces era la comida de la gente pobre, hasta ligas, las cintas de colores que sujetan las medias al muslo. “En esa época, se pusieron de moda las ligas con el estampado de la bandera republicana. Todas las mujeres venían a comprar a la tienda de mi padre”, asegura Carulla. 

Con el estallido de la Guerra Civil, cuando él era apenas un adolescente, explica que su familia quedó “desmoralizada”. Hacía frío y no tenían suficiente leña para calentarse. Tampoco tenían dinero para comprar carne o pescado. “Con una hectárea de tierra no nos moríamos de hambre, pero a veces comíamos patata tres veces al día: al caliu para desayunar, hervida para comer y con verdura para cenar”, explica. 

La guerra convirtió a Carulla en vegetariano “por obligación”, pero hoy lo es “por convicción”. Él mismo reconoce que haber conocido “la comida de pobres” ha hecho que ahora solo le guste “lo natural”, las verduras y hortalizas que vienen del huerto. La alimentación vegetariana es, según él, el secreto de su longevidad. 

“El ecologismo siempre ha sido lo mío”, asegura. Lo aprendió de su padre y desde entonces ya no utiliza ni herbicidas ni fertilizantes químicos. Por eso muchas veces el huerto se llena de insectos. El reciclaje y el compostaje también le gustan bastante. Carulla explica que la tierra de su azotea está hecha de cartones, basura orgánica o incluso, facturas: “Todo se lo echo a la tierra, lo agradece mucho”. 

Después de la Guerra Civil, abandonó el pueblo para huir de la miseria y se marchó a la gran ciudad, Barcelona. Allí siguió con el oficio de comerciante y abrió uno de los primeros supermercados de la época. Sin saberlo, Carulla se convirtió en un hombre avanzado a su tiempo. “Me irritaba la idea de tener que dejar estas terrazas tan grandes sin utilizar”, apunta. 

El agricultor está convencido de que se podría hacer mucho más para recuperar el carácter rural que mantuvo la ciudad durante años, rodeada de torres y masías. El objetivo principal del huerto era convertirlo en “una escuela de agricultura” y enseñar a los niños a amar la tierra. “Al fin y al cabo, las plantas entienden el lenguaje universal del amor y el odio a través de las vibraciones. Si perciben que las cuidamos, nos lo devuelven”, reflexiona Carulla.

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